Por: Guido E. Enríquez Ruiz
No sabemos cuándo empezó el hombre a pintar ni por qué lo hizo. Las pinturas rupestres que nos muestran las grutas de Lascaux, Altamira, Niaux, Porto Badisco y Pech Merle, por ejemplo, con obras de hace unos 30.000 años nos revelan a pintores poseedores de una experiencia de por lo menos otros tantos años.
Es posible que haya artistas de la pintura desde cuando los humanos se dieron cuenta que manejaban al tiempo dos mundos, uno exterior e interior el otro y se convencieron de que podrían aprisionar ambos en objetos que permanecieran a su alcance.
Vinieron las escuelas y las tendencias que certifican la diversidad de opiniones y sentimientos que podemos tener acerca del mundo. Viejos mitos cosmogónicos nos cuentan cómo el mundo y la humanidad surgieron por la acción de seres misteriosos, potentes e inconcebibles situados fuera del universo y cuya voluntad rige las acciones cotidianas y a ellos dirigen súplicas y homenajes. A estos poetas de la representación pictórica y escultórica lo mismo que a los del lenguaje debemos las narraciones que soportan la doctrina de las religiones. Por eso el arte tiene todavía esa veneración y adoración que desde épocas remotisimas formó parte importante de las concepciones humanas.
Vemos, desde la pintura rupestre, que el arte tuvo siempre dos características muy notables: la maestría para construir sus objetos y el misterio manifestado de diversas formas.
Estas dos características se presentan o fuerte o sencillamente en todas aquellas cosas que pretenden ser arte. Tengo en mi pequeña colección de pintura un cuadro que bien podría ser de hace 30.000 años o de los tiempos que corren. Sé que tiene nombre puesto por el autor pero del que, como Cervantes, “no quiero acordarme”.
Preferiría que no lo tuviera puesto que las obras maestras reclaman el nombre que el contemplador quiera ponerles. Lo pintó Rodrigo Valencia Quijano, el maestro Rodrigo Valencia, un payanés de una estirpe que ha dado a la sociedad apreciados valores principalmente en la música y en la pintura.
Luego de recorrer diversas tendencias este valioso creador se afincó en una modalidad cercana al Surrealismo, esa escuela que prefirió lo que suscita más inquietud en el ser humano: la explosión de lo más hondo del sentimiento, lo que marcha como una emulación en el interior y el sueño inquietante e inexplicable. Decía André Breton (1896-1966): “El Surrealismo reposa sobre la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación desdeñadas hasta ahora, en la omnipotencia del sueño, en el juego desinteresado del pensamiento.
Tiende a desacreditar definitivamente todos los demás mecanismos psíquicos, reemplazándolos en la resolución de los principales problemas de la vida” (Manifiesto surrealista). Ven algunos en el Surrealismo una relación estrecha con el Romanticismo, pero éste con nuevas materias y nuevas técnicas. Así opina el crítico español Guillermo de Torre (1900- 1971): “Desfilaban allí los aspectos más impares de los reinos vegetal y animal: simbiosis de formas, mariposas convertidas en hojas, teorías de búhos y lechuzas, las alucinaciones y pavores como en el gusto romántico”. (Historia de las literaturas de vanguardia). Aunque a primera vista pudiera parecer extraño el Surrealismo dio motivo a la abstracción geométrica, muy en boga en el siglo XX y de la que hallamos ya muestras en grabados y pinturas de hace veinte o treinta mil años y que nunca ha sido ajena al arte.
Ignoramos cuál haya sido el motivo de ella en épocas remotas pero sí sabemos que en la transición de Dadá, Surrealismo y otras escuelas hacia ella hay un deseo de evadir lo complicado y lo estrambòtico para llegar casi a lo que los místicos (véanse Eckehart, Gerson, San Juan de la Cruz, por ejemplo) llamaron “la unión con Dios” que es la compenetración con el universo. Allá ha llegado también el maestro Rodrigo Valencia quien comenzó en lo clásico por instrucciones de su padre devoto de la tradicional pintura española y formador de virtuosos artistas, y siguió luego construyendo su muy logrado estilo con el impulso y la luz de un talento inagotable.
“El estilo es el hombre”. Domador del lenguaje, certifica en sus poemas la fuerza con que interpreta el mundo eterno, infinito y absoluto que solemos llamar “del espíritu”. Es un poeta dentro de la mejor definición del término y podrían ayudarme a probarlo Quinto Horacio Flaco, Guido Guinizelli, Heinrich Heine, Stéphane Mallarmé y hasta el propio Rubén Darío del “Responso a Verlaine”.
Leamos cómo “explica” su propia poesía:
“El mago mueve
los cielos
hechiza las estrellas y las lunas
atrae las fuerzas
secretas
y deja las montañas sin los sueños tristes
las ventanas vacías oyen su llamado
silencioso, extraño, incomprensible
atentas en la oscuridad fría
loca oscuridad
esa música de visionarios
voces mudas enamoran
viento frío desorbitado
y las palabras de suburbio atemporal
allá donde solo viven
las quimeras
y ligadas por juramentos
entre el sueño gris de las estepas
aun no sembradas por las por las manos de los hombres
y ligadas por juramentos
prohibidos…”
Rodrigo Valencia es un hombre que vive de sus sueños enmarcados con sus cuadros y firmados por sus versos.
Enemigo del bullicio y de la propaganda podemos afirmar que honra a nuestra sociedad donde lo más hondo de un talento que deja ver a cada paso la belleza del universo que a todos soporta y alimenta.
POETAS CAUCANOS
CARLOS VICENTE TAPIA MOSQUERA
1967
DESPECHO
Ahora que no es más que una sombra
cadáver de sol y luna, estelar polvo de amor ensudariado
Ahora que la vista se ha asombrado
descubriendo un niño oculto
en un vientre abovedado.
Ahora que te toco en tu seno, pezón tierno y pequeño,
en que lacta mi ternura.
Ahora que no eres más que un jilguero
pedigüeño de aire sentado en un alambre de alta tensión nocturna.
Ahora, justo ahora que me vuelvo cenicero
de los restos de una relación que nos llevó a la nada,
ahora, justo ahora, te recuerdo
a tras luz de un sol vidriado
cuyo amarillor pudre,
energético,
hasta los besos falsos que nos dimos
en la hora en que ahora busco olvidar
borrando de mi agenda
tu mirada engañadora.