Por Beatriz Eugenia Quintero Espinosa
Especial para EL NUEVO LIBERAL
Se encuentra en el templo de San Francisco y da nombre al desfile sacro del Jueves Santo que conocemos como “la procesión del Cristo de la Veracruz”. Vale la pena resaltar que durante el resto del año esta imagen, de talla sevillana elaborada en el siglo XVII, se encuentra dispuesta en uno de los camarines aledaños al altar mayor de la iglesia configurando la escena del calvario en la cual, además del crucifijo, se encuentran San Juan Evangelista y la Virgen Dolorosa talladas en España durante el siglo XVIII, los cuales también desfilan durante la Semana Mayor en otros pasos.
Para el caso del crucifijo, éste pone de manifiesto otro aspecto que la Edad Media heredó al catolicismo del barroco: el culto a las reliquias sacras, es decir, fragmentos del cuerpo, vestimenta o cualquier objeto que haya pertenecido a los santos, siendo las de Cristo las más valiosas para la feligresía y que deben resguardarse en contenedores fabricados de metales preciosos. En ese sentido el Cristo de la Veracruz, deriva su nombre –verdadera cruz– de la tradición popular que sostiene que es un relicario con su exterior en plata repujada, cuyo interior custodia, según el sentimiento religioso, un fragmento de la cruz original sobre la que padeció el salvador del mundo.
La imagen en cuestión estuvo ubicada en el templo de San Bernardino, primer convento de los franciscanos que data del siglo XVI y que fue afectado considerablemente por el terremoto ocurrido en Popayán en 1736, situación que provocó que fuera demolido para dar paso a mediados del siglo XVIII al claustro de Nuestra Señora de las Gracias regentado por la misma orden hasta mediados del siglo XIX. Esta iglesia, que hoy conocemos con el nombre de San Francisco, fue planeada desde sus inicios como una obra de características nunca antes vistas endicha ciudad, su fachada es considerada como la más representativa del barroco en Colombia, así mismo, su púlpito ha sido estudiado por historiadores del arte dado el gran simbolismo que encierra cada una de sus tallas, además de los altares apostados en cada lado del recinto, el altar mayor y los camarines de San Antonio de Padua y el Santo Cristo de la Veracruz que se encuentran a cada lado.
Desde los inicios de la construcción del nuevo templo, la comunidad franciscana contó con el patrocinio de varias cofradías y familias prestantes de la localidad. En el caso concreto del Camarín del Cristo de la Veracruz, cuya fabricación se realizó con piedra, cal y ladrillo y tuvo un costo de tres mil pesos de la época, fue financiada por don José María Mosquera y Figueroa y su esposa María Manuela Arboleda y Arrachea, quienes ya habían realizado otras donaciones a dicha orden religiosa pues además habían “concurrido con toda la cal… con los acarretos de arena y ladrillo en cosa de cien mulas… que mantuvo en [el] potrero de su casa sin costo” para la construcción de toda la iglesia.
A cambio de lo anterior, los superiores del Convento de Nuestra Señora de las Gracias, concedieron al matrimonio Mosquera Arboleda el derecho de “enterrar sus cuerpos y de sus legítimos descendientes en el panteón y sepulcros que tiene hechos y costeados bajo del camarín” de la imagen en cuestión, amortajados con el hábito de san Francisco, junto a los demás miembros de la cofradía de la Veracruz o “alguno u otro especial devoto del Señor y benefactor distinguido del convento e iglesia” (9153 Col. E I – 7or), según la costumbre vigente hasta la primera mitad del siglo XIX, que consideraba que no había mejor lugar para disponer un cadáver que el interior de las iglesias, especialmente en los lugares próximos al altar mayor según la creencia de que se estaría más cerca de Dios, por lo tanto su alma sería tomada con especial cuidado al momento de ser juzgada.