ROBERTO RODRÍGUEZ FERNANDEZ
Algunos integrantes de la actual Convención Constitucional chilena, elegida para elaborar una nueva Constitución Política, plantearon la idea de incorporar la eliminación de los poderes del Estado democrático-liberal, y reemplazarlos por una Asamblea Plurinacional.
Dicha Asamblea -propusieron- estaría conformada por 600 integrantes, debidamente elegidos por las asambleas de base de los sectores populares, como los trabajadores por rama de industrias y de servicios, las comunidades, los pueblos originarios, los colectivos, y hasta por la suboficialidad de las fuerzas armadas. El sueldo de dichos asambleístas no podría superar el salario de un trabajador calificado de la industria del cobre.
No se habló de redistribuir los poderes, ni de desconcentrarlos o descentralizarlos, sino de superar la propia división de los poderes en ramas, como se ha concebido desde los inicios de la modernidad europea. No se acepta el control del Estado por parte de unas élites, y se condena la ineficiencia de instituciones que derrochan recursos, o su ineficacia para resolver los problemas sociales.
Por supuesto, esta vieja aspiración anarquista – que no implica caos, y que ha funcionado en varios países así sea temporalmente- fue inmediatamente rechazada por los grupos políticos del centro y de la derecha partidistas, quienes la calificaron como totalitarista y pro-soviética. Alguien habló de que esa incorporación a la Constitución sería como colocarse por fuera de los márgenes culturales del país. Solo hay que imaginar las reacciones de quienes son partidarios y defensores del capitalismo – colonialismo – patriarcalismo.
La propuesta contenía otros ingredientes, como el respeto a las autodeterminaciones de los pueblos que no quieran ser parte del Estado chileno, y el rechazo a cualquier forma de anexión u ocupación de territorios pertenecientes a comunidades y pueblos. Al conocer estas proposiciones los dirigentes de las multinacionales deben haber saltado de sus sillas.
Seguramente la sugerencia será archivada, pero cabría la reflexión sobre su viabilidad, su conveniencia, y las consecuencias que generaría. Rechazarla de plano podrá ser la actitud de quienes permanecen convencidos de las “bondades” de un Estado y un Derecho, que nos rigen en América Latina a nombre de una “democracia representativa” que se ve cada vez menos.
Sobre todo pensamos en las actuaciones de Estados que se vean privados del manejo de los recursos monetarios, lo que golpearía a las élites, y conduciría a la finalización de las violencias estatales. Pero, una gestión colectiva – popular de las riquezas de todos sería condenada y atacada por las contra-reacciones de los capitales y de muchos políticos de varios países. Nadie quiere las agresiones económicas y políticas, ni los bloqueos norteamericanos, pero la idea de una gestión económica colectiva concretaría un “shock” que sacudiría nuestras opiniones y prácticas, sin dejar desprotegidas a las comunidades, y lograría transformar las economías, los poderes y los territorios. No sería una conmoción cualquiera, sino un verdadero cambio de fondo.
Disolver los poderes del Estado puede no ser la mejor idea si se piensa exclusivamente en la defensa de los derechos humanos individuales, pero, ¿qué pasaría si asumiéramos la defensa de los derechos colectivos de las grandes mayorías abandonas, y de los derechos de la naturaleza y de los ecosistemas hoy en peligro?
Sin embargo, pasar de los planteamientos teóricos a las acciones reales ha sido siempre el temor de quienes se oponen –incluso- al mero debate de las ideas.