JORGE ORDÓNEZ VALVERDE
“Es la guerra santa, idiotas” nos dice Arturo Pérez Reverté, en su reciente columna en El País de España, a propósito de Occidente y el islam. “Creer que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, (se refiere a las decapitaciones de “infieles” en la Yihad) y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién. Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí.” Pérez Reverté es un convencido de la Guerra de las Civilizaciones y por eso esta visión romántica de la guerra en Afganistán a la que compara Las Termópilas y con Las Cruzadas. En un primer momento esto puede sonar como un varonil asunto de honor y de grandeza y de valentía, pero en realidad revela una cándida ignorancia acerca de cómo son las guerras de hoy.
No se trata de negar que hubo una época en que las guerras cumplieron un papel en el desarrollo de la civilización: los grandes imperios y los Estados Nación se forjaron gracias a que ganaron guerras y establecieron un progresivo monopolio de la violencia que hacía posibles islas pacificadas y prosperas, donde emergieron la filosofía, la ciencia, la política y el derecho. En las guerras de antaño se conquistaban territorios y mano de obra esclava para la producción de riquezas. Nada de eso es posible en las guerras modernas.
Siempre se tiende a idealizar la guerra. Muy bien lo decía Estanislao Zuleta: “La guerra es una fiesta” y esa creencia es el principal peligro, porque desde el punto de vista racional hay una desproporción gigantesca entre lo que se persigue y lo que se termina sacrificando. Cuando Hamlet se reprocha a sí mismo la indecisión para vengar a su padre dice: “Mientras para vergüenza mía veo la destrucción inmediata de veinte mil hombres que, por un capricho, por una estéril gloria van al sepulcro como a sus lechos, combatiendo por una causa que la multitud es incapaz de comprender, por un terreno que no es suficiente sepultura para tantos cadáveres.”
La guerra es una euforia colectiva, una fiesta donde se derrocha la vida y el porvenir y donde la irracionalidad absoluta vence a la razón.
Pero la realidad de las nuevas guerras contrasta con esa idealización romántica.
- Las nuevas guerras se caracterizan porque los bandos en contienda no tienen ningún interés en ganarlas o en perderlas. Los señores de la guerra quieren mantener una estructura de poder totalmente vertical donde controlan los recursos de sus territorios: tierra, alimentos, agua, mujeres, whisky, diamantes, opio, cocaína, coltán, etc. Cuando la guerrilla en Colombia decidió financiarse con el narcotráfico y el secuestro, estas actividades criminales reemplazaron los ideales insurgentes. Para los paramilitares, la heroica lucha antisubversiva fue rápidamente reemplazada por el despojo de tierras a los campesinos y el narcotráfico. Las disidencias de las Farc lo mismo.
- Las partes en contienda prefieren no librar combates porque corren el riesgo de morir. Se cuentan historias de la guerra en Colombia en las que a veces se encontraban la guerrilla y los paramilitares y “les daba pereza encenderse a bala” y cada cual cogía su camino y a sus asuntos.
- Son guerras contra la sociedad civil. En Colombia la guerra dejó 262.197 muertos de los cuales 215.005 eran civiles, entre ellos 6.402 falsos positivos, y 46.813 eran combatientes. Las guerras contra el Estado Islámico en África y Asia, en Siria, Afganistán, en Camerún, Etiopía, Mozambique y República Centroafricana son muy cruentas entre las facciones, pero aun así es mayoritario el número de bajas civiles.
El camino es el diálogo, la negociación y la diplomacia. Como decía la premio nobel Svetlana Aleksiévich: “las guerras no son sino asesinatos”.