Por: GERARDO SALAZAR SALAZAR
Para todas las abuelas
Andaba por todas partes de la casa como una hormiga infatigable, con la mejor actitud; de esa forma, estableció lazos que solo se dan en los seres más puros de la naturaleza. Inés Hidalgo Dorado, irradiando amor en su mirada, en su sonrisa, en su espíritu alegre y servicial, que fueron los aspectos que se convirtieron en su mayor riqueza y le granjearon el afecto de niños, jóvenes y adultos hasta llegados los años venturosos de su vejez.
Una mujer que no querían dejar ir, con quien procuraban compartir un instante más, solo por saber que estaba allí, “como estampita siquiera”, siendo la persona que había conquistado el título de madre, abuela y amiga con encanto, sencillez, prudencia, sinceridad, sabiduría y aunque noventa y tres años (1928-2021) parecían suficientes, jamás lo serán para quienes dejan una huella de valores y enseñanzas.
Se mantuvo alejada del bullicio y con una vida consagrada, familiar, colaboró con la educación de tres generaciones, en un pueblo pequeño que poseía una majestuosa iglesia colonial, pintada de blanco, con cuatro entradas frontales en forma de arco, que daban acceso al escenario religioso, de sillas de madera con arrodilladeros recubiertos en cuero y al fondo el sitio para los ritos sagrados, una caja fuerte y la imagen de Jesús crucificado; a la derecha del portón central, una grada larga daba acceso a las campanas, que anunciaban las misas y los fallecimientos con sonidos largos y lúgubres, igualmente en la torre tres parlantes trasmitían las noticias de la parroquia y los servicios sociales.
Adicionalmente existía la Escuela de música y el Teatro, para la promoción y el fomento de eventos culturales. La banda de viento amenizaba las fiestas populares, religiosas y familiares. En este pueblo ser músico era un honor y se constituía en el centro de atención de los jóvenes, por lo tanto, luego del colegio, en las tardes, la escuela de formación musical funcionaba en todo su esplendor.
El primer domingo de cuaresma, arribaron los artistas de Tunía, un señor diminuto, de bigote espeso, cargaba la tuba, enredada en su pecho, empezaron su intervención con el parque lleno de una multitud alegre; mientras los músicos propios esperaban; cuando les cedieron el espacio, el intérprete del bombo con un golpe fuerte dio inicio a las trompetas, el redoblante repiqueteó con emoción; los saxofonistas resonaron con ímpetu y el clarinetista con acordes festivos rompió la pasividad y entendimos que este era un pueblo de poetas, músicos y bohemios.
Una de las costumbres del Municipio era la música, sobresalían los nombres de Efraín Orozco, Lópe Elcías Rengifo, Leonardo Pazos entre otros y el tema que rondaba en los corazones de los lugareños denominado “Señora María Rosa”, nos hizo erizar la piel; “Por aquí voy llegando señora María Rosa” generaba un efluvio de emociones, “me vine madrugando y el alba esta lluviosa, la india me he dejado”…se sucedían las voces y los solos de los instrumentos con magia inigualable y la evocación de aquellos hombres que con su espíritu artístico y creatividad habían hecho de su terruño un rincón musical.
El padre López, se había transformado, aquel hombre reservado, dedicado a la palabra de Dios, sentía fluir el ritmo de esa tierra en sus venas, se notaba alegre y los domingos parecía vivir un entusiasmo inusitado, que reflejaba en apasionados sermones, donde cristo era el mensajero del amor y de la esperanza.
Inés y Luz aprendieron los secretos de la floricultura, el jardín reflejaba la disciplina, la personalidad y el gusto de sus cultivadoras, con un espacio limpio, colorido y un césped verde, brindaba un aspecto visual impactante con tulipanes, fresnos, cerco natural de duranta, hortensias, rosas begonias, geranios, pensamientos y petunias, que eran solicitadas para los interiores y exteriores de las casas.
Con el discurrir del tiempo, había días que permanecía en silencio, a menudo se la veía andar por la casa, salir a la puerta y mirar el horizonte, ya no pudo ir más a la iglesia los domingos, porque no encontraba el camino de regreso, la última vez, su nieta la encontró saliendo del barrio, con todos los peligros que tiene la ciudad, donde había vivido los últimos veintiún años.
Sin embargo, tenía una gran facultad para evocar momentos, cuando entraba en su cuarto y abría un baúl de madera, encontraba mantillas, sacos, pañoletas, llaves, llaveros, monedas antiguas, mitones, cosas al parecer insignificantes, pero cuando las tomaba entre sus manos, de inmediato viajaba al pasado y recordaba fechas exactas y anécdotas.
Estaba sentada sobre una piedra en lo alto de la colina, desde allí, podía observar el esplendor de la naturaleza, escuchar el canto de los pájaros, el suave rumor del río expandirse en el verano; se asombró de la increíble transparencia de aquella mañana, hacía días soñaba estar en ese lugar mágico donde había sido feliz.
Se sintió satisfecha y orgullosa, se detuvo unos segundos en el umbral de los pensamientos y recordó cuando servía las raciones, los caballos dando vueltas, los trabajadores llegando a pesar el café, los huevos que a diario colocaban las gallinas debajo de los árboles, atrás y adentro de la casa; la cocina y las hornillas de leña en la que se preparaban los alimentos para los tra bajadores de la finca, porque en la cocina era experta, los preparativos eran siempre exquisitos, porque según ella la mejor receta del sabor era preparar todo con amor.
Y llego el día de la despedida de este espacio terrenal, sentí la respiración calmada, al abrir los ojos, mis familiares lloraban, sin embargo, la felicidad llenó mi alma, de que estuvieran en ese instante. Muchos ojos tristes a mi alrededor observaba y paulatinamente me liberaba de ese cuerpo y me trasladaba a otro lugar, llegue a una casa campestre en la que había sido feliz, era Lusitania en el majestuoso paraíso del cielo, tres mujeres jóvenes estaban regando las plantas, me acerque y pude ver su rostro, eran mi madre, Bárbara y Luz, que con gesto de satisfacción me daban la bienvenida al hogar eterno.
Regresé a la habitación y me di cuenta que estaba en otra dimensión, parada frente a la cama, viendo mi cuerpo en reposo, podía caminar nuevamente; los pude ver a todos, trate de hablarles, pero no podían verme, ni escucharme, lloraban ante la materia que dejaba, sin advertir que ya estaba en la casa del señor, con los seres queridos que me antecedieron, quienes habían salido a recibirme en un jardín millones de veces más hermoso que el que habíamos cultivado.
Pasé una mirada y en la puerta de mi habitación Hortensia, Luz, Bárbara, Maritza y don Germán, tendían sus manos para que los siguiera, pero, antes de irme, decidí darles un beso en la frente a quienes se quedaban, causándoles un breve escalofrío, me despedí, les cruce la bendición, ahora podía hablar, sentir palpitar una nueva vida.
__ Ya es hora que nos acompañes Inés, dijo Luz, con voz juvenil, en ese instante, sentí mi espíritu renovarse en su presencia.
Tenía un atuendo blanco y traía una hermosa flor en su oreja derecha, baje la mirada y pude ver que también estaba con un vestido blanco de lino, mi cabello estaba suelto y negro; entonces pensé que había cumplido con mi deber, tome las manos cálidas de Luz y una sensación de plenitud refrescó mi alma. Volví a escuchar la “voz del riachuelo, la mirla gorjeando en la copa florida del arrayan y en la torre del pueblo mis campanitas que cruzaron el cielo en las notas de mi cantar” y empezamos a caminar hacia una luz incandescente y nos perdimos en medio de un mundo verde, majestuoso, perfeccionado y lleno de aire puro y natural.