HAROLD MOSQUERA RIVAS
El fallecimiento de Antonio Caballero el pasado 10 de septiembre de 2021, le permitió descansar en paz, de tantos males, físicos y del alma que le aquejaron. Pero también permitió a muchos colombianos descansar de sus ácidas columnas de opinión en las que, con una óptica muy particular, desnudó siempre sus mayores defectos.
Caballero fue el primer periodista al que admiré, por su valor para denunciar, sin pelos en la lengua, a todos aquellos que, aprovechándose del poder, de la fama o del dinero, contribuyeron a través de la historia a convertir a nuestro país en un espacio para la corrupción, el clientelismo, el irrespeto por la vida, la inequidad, la injusticia y la impunidad.
Como si lo anterior fuera poco, enseñaba sobre la historia, la literatura, el arte, la religión y hasta la tauromaquia, que defendió con argumentos bastante controversiales. Cuando descubrí que era hijo del maestro Eduardo Caballero Calderón, comprendí la dimensión de su postura ideológica, pues por cuenta de Fabiola Espinosa, mi primera profesora de español en el Colegio oficial Guillermo Valencia de Cali, leí el Siervo sin Tierra, lloré de dolor por el triste final del campesino y busqué con desespero el resto de obras del autor, para terminar, comprendiendo lo que es estar con El Cristo de Espaldas, como tantos compatriotas.
Pensé que Caballero Caderón sería el primer colombiano que recibiría el Nobel de Literatura, sin embargo, se quedó esperando, igual como sucedió con el maestro Borges. Siempre fue un placer leer las columnas de Antonio Caballero, así en ocasiones no se estuviera de acuerdo con él. Recuerdo por ejemplo cuando sucedió el magnicidio de Álvaro Gómez Hurtado.
Caballero, sobre el cadáver del líder conservador, escribió una columna demasiado dura, contra el muerto, sin considerar que, ya no estaba en condiciones de reclamar una réplica o ejercer su derecho de defensa. Me pareció inapropiado e inoportuno, pues siempre he creído que, cuando una persona deja este mundo, el respeto a su memoria, debe convocar a sus contradictores a deponer las armas, pues los espíritus no pueden reclamar rectificaciones. Como sucedió con Gabriel García Márquez cuando la señora Cabal, después de su muerte, se vino con una andanada de improperios, contra el único premio Nobel que teníamos en el país para esa fecha.
Antonio Caballero nos deja un legado admirable, un ejemplo de vida digna y coherente. En la que jamás, por defender un empleo, faltara a sus principios, renunció cuando fue necesario, para no tener que agachar la cabeza, por mantener un salario.
Cuánto nos van a faltar sus columnas, en la contienda electoral que se avecina. Sin embargo, estoy seguro que su voz va a retumbar desde los cielos, cada vez que un corrupto sea condenado, cada vez que los derechos de las mayorías se impongan sobre los apetitos egoístas de quienes, persiguiendo la riqueza, sacrifican hasta la naturaleza, cuando los discursos que promueven el odio y la violencia, sean reemplazados por las voces en favor del amor y la pacífica convivencia. Antonio Caballero vivirá por siempre, en las páginas de la historia que hasta con sangre registran las opiniones de quienes, nadando contra la corriente, lucharon por una patria mejor y más justa. Paz en su tumba.