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    Una víctima, un abril

    JUAN CARLOS PINO CORREA

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    Dos piedras tenía él. Una en cada mano. Yo imagino el momento en que, instintivo, se agachó y las cogió del borde de la carretera como si ellas pudieran protegerlo. Ingenuo. Muy ingenuo. Es muy probable que un minuto antes haya escuchado disparos. Previo a ese repiqueteo de muerte yo lo imagino apurado, cortando la carretera por los atajos para hacer más corta la travesía, silbando a pesar de la prisa por llegar al pueblo, o quizá por ello, porque sabía que no faltaba demasiado para estar en casa. Pero los disparos cortaron la melodía y él aligeró aún más el paso entre los matorrales para ver qué era lo que sucedía.

    Eran disparos, sí, podía reconocerlos en esta tarde de domingo que caía.

    Cuando salió de nuevo a la carretera sin asfaltar se horrorizó con la escena que apareció ante sus ojos. Nunca sabremos si la muerte ya había acabado su festín o si apenas lo iniciaba, pero sí sabemos con certeza que se agachó y cogió dos piedras, no tan pequeñas, no tan grandes. Una en cada mano. A lo mejor los ocho rostros de la muerte se burlaron de él al verlo tan sorprendido o tan valiente. Quizás a esos rostros se les desencajó la mandíbula de tanto reír a carcajadas y terminaron babeando sus camuflados mientras se acercaban para señalarlo con aquellas armas que parecían ramificaciones malévolas de los brazos, mutaciones provocadas por la sevicia y la maldad.

    Pero él no dejó caer sus piedras.

    Por el contrario, las apretó con más fuerza y fue capaz de sentir la dureza de sus bordes, el poderío que contenían adentro. Ellas habían contribuido a erigir castillos y a derribarlos. Y también imperios. Sí, es muy probable que se haya aferrado a las piedras con vehemencia como si el mundo estuviera a punto de desplomarse y solo el contacto con su poderío extraño e infinito pudiera llegar a ser el santo y seña de la salvación. Quizá las apretó tanto que sus dedos llegaron incluso a engarrotarse mientras veía impotente como se habían apagado unos rostros conocidos bajo los relámpagos cegadores. Es probable también que haya pensado lanzar las piedras, o que las haya lanzado aunque sin tino alguno y en seguida se hubiera agachado a recoger otras dos. La única respuesta a su osadía fue el renacer de unas risas malévolas que consumieron la última luz de la tarde. En esa oscuridad nueva, o en esa oscuridad eterna, los ecos amplificados de las risas se hicieron más punzantes, como si fueran una especie de banda sonora con aires macabros y apocalípticos, una banda sonora que habría de marcar los compases y los ritmos de lo que habría de suceder en seguida.

    Pese a la resistencia y al instinto, los muchos brazos de la muerte le hicieron doblar el cuerpo hasta hacer que su pecho y su boca tocaran el suelo. Y entonces él cerró los ojos con fuerza, con toda la fuerza de que era capaz, y dejó que los insultos pasaran sin rozarlo porque se puso a pensar que la tierra que ahora tocaba era la misma tierra que él había arado, la tierra que él había sembrado, la tierra donde había echado raíces como esposo, como padre, como hijo, la tierra donde se hizo profesor y donde también se fortaleció como campesino.

    Supo con certeza que ya se había hecho de noche para todos cuando pudo darse cuenta de que aquella tierra tan suya, la tierra donde ahora yacía, estaba humedecida. Sí, humedecida, no de lluvia ni de rocío sino de sangre. La de él, la de las otras víctimas y la de la humanidad entera.