JESÚS ASTAÍZA MOSQUERA
Tendría unos quince años, cuando luego del ajetreo artesanal de la mañana y de recibir la bendición, se encaminó a uno de los barrios marginales de Popayán, ciudad que no pasaba de unos cuarenta mil habitantes. Su padre JOSE TOMÁS, ya había comentado a su esposa DOLORES, que le impacientaban las salidas de su hijo y aunque no era de su talante seguirlo lo hizo cuando el sol blanqueaba de naranja los techos de las casas.
Lo vio avanzar tranquilo, desprevenido, camino de El Empedrado y adentrarse en un rancho miserable, cuya puerta se encontraba abierta, -detalle peculiar de la época-, que también aprovechó para entrar y, cuál no sería su asombro, al encontrar a su hijo arrodillado a los pies de una anciana mujer, a quien le limpiaba una llaga que le cubría, como una rosa encendida, parte de la pierna derecha.
Don TOMÁS confundido, se cubrió el rostro con las manos y desde lo más hondo de su corazón pidió perdón. Se retiró. Las sombras se despejaron de su mente al hálito luminoso del enternecedor cuadro que acababa de presenciar.
Así, humildemente, silenciosamente, nacía para la historia cristiana un hombre escogido por Dios para servir a los demás, no con la teología de la palabra y la filosofía intelectual, sino con la acción bondadosa del rocío que cubre la naturaleza sin lastimarla.
Había terminado la colonia y la ciudad, otrora rica y poderosa, se debatía en una penuria aterradora, sin recompensa alguna por su formidable esfuerzo. Por si fuera poco, los terremotos de ese siglo diecinueve, había acabado de aniquilarla. El hambre, las enfermedades se enseñoreaban en las casas y calles solitarias. Grandes familias se marcharon y las que quedaron soportaron las vicisitudes con honorable estoicismo.
Con la república arreciaron las guerras fratricidas, por los enconados odios de los centralistas y federalistas, luego por los militaristas y civiles y los nuevos detentadores del poder político que en batallas inmisericordes defendían sus intereses como un lastre que aún pervive en un rescoldo de egoísmos.
En este ambiente de zozobra donde naufragan las buenas intenciones, nace una persona de rebelde vocación y asombrosa sensibilidad social que saliéndose de lo convencional se entrega con sus días y sus noches al servicio de los demás, como lo atestiguan las viudas, los huérfanos y los lisiados por la guerra; los pobres vergonzantes, los prisioneros, los enfermos, los muertos y las mujeres llevadas por el infortunio a la vida pública. A todos ellos llevaba, como un apóstol consolador, el mensaje milenario del Sermón de la Montaña, hecho realidad en sus obras de misericordia: de dar de comer al hambriento, beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y enterrar los muertos.
Durante la Guerra de los Mil Días, -uno de los episodios vergonzosos de nuestra historia-, un 25 de diciembre de 1899 se enfrentaban en las cañadas y riscos de Chiribío y Sotará, las fuerzas revolucionarias de la Provincia de Popayán comandadas por el General José María Sánchez y Paulino Vidal, contra el gobierno de José Manuel Marroquín. Informado el gobierno local de los heridos se envió un pequeño grupo para que los atendiera y cuando llegaban, fueron detectados por los insurgentes que de inmediato se cuadraron para dispararles, cuando un soldado payanés, Pedro José Solarte, al distinguir entre ellos a un personaje que venía con un Crucifijo en alto, alcanzó a gritar: ¡No disparen! ¡No disparen! ¡Es don Toribio! Al instante se aquietaron las fuerzas ante la venerable presencia del considerado santo don TORIBIO MAYA SARMIENTO.
He guardado, casi hasta el final el nombre del protagonista, para dejar en el ambiente la inquietud de cierto olvido en que se tiene a una de las figuras espirituales más relevantes de nuestra historia, que se había ganado el afecto general por la igualdad solidaria de darse a los demás, cumpliendo los designios divinos de hacer el bien y sembrar esperanzas a quienes parece las han perdido todas. Estas son las personas que deben ponerse como ejemplo a las nuevas generaciones para que su nombre y su obra sigan abriendo espacios en los corazones endurecidos.
Ahora que una pandemia golpea nuestra puerta o entra sigilosa para extender su contagio. Cuando muros invisibles dan la venia el aislamiento y la sociedad le huye tanto a los contagiados como a los cercanos a ellos. Cuando los padres se esconden de sus hijos y éstos de sus padres; los esposos se apartan cautelosos y el vecino indiferente ni se asoma. Los médicos, enfermeras y colaboradores, sin apoyos, sufren el señalamiento y los insultos; cuando los muertos se entierran como cosas o es escasa la presencia familiar y cuando el miedo nos invade, es cuando reconocemos la valentía de este santo varón de Popayán, don TORIBIO MAYA SARMIENTO, quien sin ningún recelo recogió y atendió a los leprosos con una ternura, delicadeza y suavidad en sus ojos, en sus manos y en sus palabras que los enfermos hacinados en una casita asentada en la quebrada de Pubús, al verlo llegar sentían tan profunda alegría que el pequeño aposento se convertía en un paraíso de amor y una suficiente razón para vivir.
Era de verlo con un talego recorriendo las casas familias pudientes de Popayán que le colaboraban con alimentos, remedios, ropa y dinero para llevar a los necesitados y, en especial, a los afectados por la lepra, enfermedad terrible, impactante, que al deteriorar los rostros y los cuerpos dejaba las carnes laceradas que iba limpiando compasivo don TORIBIO, para cambiarlos y lavar pacientemente sus ropas ensangrentadas en las aguas del riachuelo.
Pero tal vez, su dolor más grande fue trasladar por orden gubernamental los leprosos a la población de Agua de Dios, en Cundinamarca, para ser encerrados como en una cárcel, entre cercas de alambre y custodiados por la policía para evitar su escape. Solamente los padres Salesianos y las monjitas del Colegio de la Inmaculada de los Sagrados Corazones y un mínimo cuerpo de médicos y enfermeras, se revestían de paciencia y valor para hacerles llevadero el tristísimo destierro. Su corazón se escapaba de salir cada vez que le tocaba despedirlos y dejarlos en un sitio extraño donde sólo los unía el dolor.
Se recuerda que uno de los viajes salió de Pubús, bordeando a Popayán, para evitar el rechazo de la gente que se tapaba la cara, como ahora, cerraba puertas y ventanas y a duras penas se bendecían al ver la repulsiva caravana. En un breve descanso en Calibío, don TORIBIO aprovechó para darles los últimos consejos antes de llegar a Agua de Dios, que estaba a quince días de camino. Papá TORIBIO, como le decían, sacó una botella de vino y les ofreció una copa en señal de cariño y despedida, en la misma, que tomó al final sin escrúpulo alguno. Cada viajero cargó su atado de vituallas y su cántaro de soledad. Con los días, al pasar por Tocaima y llegar al Puente de los Suspiros, todos se deshicieron en lágrimas. Habían dejado ciudad, hogar, esposa, novia y un mustio ramillete de recuerdos. La mayoría nunca volvieron.
En diciembre de 1955, el Arzobispo de aquella época DIEGO MARÍA GÓMEZ TAMAYO, había introducido el proceso de canonización de don TORIBIO. Monseñor ALBERTO GIRALDO JARAMILLO, Arzobispo de Popayán, en equipo los presbíteros: GREGORIO CAICEDO CONSTAÍN, JORGE I. BELTRÁN E IVÁN MOLANO DORADO, en agosto de 28 de 1996, recogieron una documentación sobre “LA VIDA, VIRTUDES Y FAMA”, de Santidad del SIERVO DE DIOS, don TORIBIO MAYA SARMIENTO, con el anhelo de lograr su canonización. El Vaticano recibió la documentación y encargó al padre agustino FERNANDO ROJO MARTÍNEZ, como postulador del proceso, que hasta hoy se encuentra sumido en un desconcertante olvido.
El Arzobispo IVÁN MARÍN LÓPEZ, organizó una comisión en el mismo sentido, que no fructificó.
Don TORIBIO, admirado, querido y respetado por la sociedad en general, fue ejemplo viviente de sentida cristiandad. No aparentó ni pretendió nada. Su compromiso era con Dios y lo cumplió en el evangelio de la práctica. Las placas de agradecimiento que circundan su tumba en el Cementerio Central lo atestiguan y lo dicen todo: milagroso de los pobres y desempleados; sanador de heridas y amarguras, servidor de los débiles, santo por la voz del pueblo, que espera expectante, el merecido reconocimiento de la iglesia como el verdadero SANTO QUE LE HACE FALTA AL SANTORAL.