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    Un recuerdo del poeta Raúl Gómez Jattin

    VÍCTOR PAZ OTERO

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    De alguna manera se había convertido en un cadáver antes de sus muertes. Su vida errática e incomprensible parecía no sentirse a gusto en un cuerpo que ultrajaba y que sometía a una serie minuciosa de implacables y profundas torturas. Mirado desde afuera, el espectáculo de esa vida, virtualmente arrastrada por las calles, tenía mucho de patético y doloroso. Y siempre habrá adjetivos fáciles o sofisticados para tratar de acomodárselos: Esquizofrénico, loco, lumpen, mendigo, alcohólico, maniacodepresivo etc. Pero hay un solo calificativo que en él se hace sustancia, el de Poeta. Sin embargo, en este reino mezquino de apariencias, donde una poesía endomingada e insignificante que a duras penas hace falsas piruetas para iniciar una fiesta inocua, el poeta Raúl Gómez Jattin, muerto en Cartagena cuando trataba de atropellar un bus, era precisamente la imagen viva y retadora y desnudamente vital que niega esa poesía babosa y de salón en las que se han sumergido nuestra visiones del mundo y del hombre, para colocarnos como anacrónicos y risibles espectadores de una realidad y de un mundo agobiado por una pluralidad de descomposiciones.

    La poesía de Gómez Jattin, el insomne, el desterrado de este mundo, el alucinado, el delirante era una metáfora viva hecha de carne y sueños destrozados; era una poesía que tenía las formas y los lenguajes del horror cotidiano que circunda nuestras vidas y en especial nuestra vida colectiva. Y la vivía y no solo la escribía; para vigilar el cielo con ojos de gavilán y para demostrarnos que él no era un bueno como se imagina la gente que deben ser los buenos. Le robaba los versos a la muerte, porque ese puede ser el único territorio donde la poesía encuentra su aliento entre nosotros.

    Gomez Jattin,”el despreciable y el peligroso” encarnaba como nadie ese enigma y ese misterio que siempre nos oculta y siempre nos revela la verdadera poesía. Desde su aparente y andrajosa “locura” vomitaba vociferantemente una escalofriante lucidez. Desde su propio hundimiento rescataba todo el esplendor de una poesía preñada de una sensibilidad dolorosa como un parto. Mientras esos golpes tan duros que prodiga la vida y laceran el cuerpo y el cerebro y de manera tan dramática el alma, vivía en comunión con los demonios. Era un elegido de los alimentos malditos, los que salvan y redimen, como solo sabe hacerlo la poesía.

    Instauró en la poética colombiana un nuevo y desgarrado grito de certidumbre, donde la conciencia atormentada adquiere una plenitud que limpia el alma y sitúa el verbo, que encarna la poesía, en la función de representarnos frente al mundo como a un árbol que crece por la boca para que sus raíces se enreden en el cielo.

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    Cuando murió en ese accidente absurdo, inventado por él mismo, para irse a vivir quien sabe dónde, se me ocurrió, para defenderlo de los tardíos y simulados homenajes que casi siempre se le rinde a los muertos, que lo mejor era dejar con cierta vergüenza y hasta con un cierto sigilo un poema, en que quizá el mismo escribió para la ceremonia buscada y deliberada de su fuga hacia los otros infinitos.

    “Antes de devorarle su entraña pensativa. Antes de ofenderlo de gesto y de palabra. Antes de derribarlo: valorad al loco. Y rogad para que su muerte vivifique y resucite entre nosotros las formas de un poema edificado con los elementos verdaderos de la vida”.