Valencia Calle
Hace dos semanas un desconocido me retó en el billar. Era una tarde aburrida, yo no tenía dinero, pero por su pinta de jubilado supuse que era pan comido y, sin más, le acepté el desafío. Lo dejé ganarme tres veces seguidas con el aplauso de un público que se volvió respetable. Me dicen “el Rey del Billar” y que un viejo con cara de maestro de escuela me ganara, se volvió noticia. El local, prácticamente, se llenó de gente para presenciar el duelo.
De pronto se incorporó y exclamó:
—¡Ahora sí apostemos algo en serio! —La gente aplaudió y el hombre agregó—: Si me gana le doy un millón de pesos y ese carro que esta allá afuera, es modelo 2015. Sin embargo, si yo le gano, usted le enseña a mi mujer a escribir cuentos.
Parpadeé, solté a reírme y le contesté que se había equivocado, que yo no sé ni leer y que nunca he escrito ni la lista del mercado. Me encaró y expresó que ese no era su problema, que seguro yo sabría arreglármelas para cumplir con honor, que su mujer se aburría. Quería ser escritora y yo era el preciso para enseñarle.
—Deseo que escriba cuentos como se juega al póker, a los dados o al billar —explicó.
Entonces me mostró la fotografía de la señorita más bella de la Tierra. Le calculé mi edad y el corazón me comenzó a palpitar enloquecido. El viejo le mostró la foto a un público que aplaudió como si le hubieran mostrado la Copa Mundial de fútbol o algo así.
La paradoja estaba en que para llegar a conocer a la bella dama tenía que dejarme ganar por un viejito, frente a todo el pueblo, y eso era una afrenta difícil de aceptar. A los jóvenes nos gusta jugar, apostar y ganar, ¿me entienden?
Llegó el momento en que prácticamente quedamos empatados y era mi turno. Solo tenía que hacer diez carambolas seguidas y el triunfo era mío, o, al contrario, hacerme el torpe. Tomé agua, le puse tiza al taco y miré al público.
“¿Y si esa foto era de su mujer cuando tenía veinte años y ahora está tan vieja como él?”, pensé. Aun así, por un instante, decidí dejarlo ganar. La decisión estaba tomada cuando a mi memoria vino lo difícil que es aprender a leer y recordé que por eso me salí de la escuela. Y si leer era arduo, escribir cuentos tenía que ser más complicado todavía. ¿Su mujer sabría de esta jugada? ¿Tendría que aprender a leer para pagar una apuesta? ¿Ganaba más perdiendo que venciendo?
Tomé el taco y me puse en posición (frente a la duda). Miré al viejo, suspiré y le dije:
—En ningún planeta imaginan lo que usted y yo somos capaces de hacer por cumplir los caprichos de una mujer, ¿no?
—¡Ni se imaginan! —respondió.
Entonces hice lo que hacen los campeones.
Y usted, amigo lector, ¿qué hubiera hecho?