DONALDO MENDOZA
Es una obstinación de algunos adultos mayores frecuentar lecturas que les ayuden a sobrellevar los años que les restan por vivir. En mi caso, el interés no está en esas obras que el anónimo ciudadano suele llamar de “autoayuda y superación”, sino en autores (y obras) que habitaron siglos en donde había tiempo y lugar para sentir y pensar; en donde lo que quería el sabio era buscar en sí mismo, y no en los demás. Esa es la razón del título y la sentencia que le sigue.
Para esa búsqueda, he vuelto a visitar a Lucio Anneo Séneca (4 a.C.- 65 d.C.), español de nacimiento y romano en su formación filosófica; representante en Roma de un estoicismo de cuño griego, pero elaborado por Séneca a la medida de su tiempo. Más que filosofía como método, Séneca nos presenta un corpus de reflexiones y consejos; con un hilo conductor: la razón y las virtudes. Él mismo, con sus cualidades y defectos, es un reflejo de nuestras humanas contradicciones; por ejemplo, hablar de austeridad rodeado de abundancia. Aun así, a Séneca se le cree y se le sigue, por su lucidez.
Y lúcido es Séneca en su breve tratado Sobre la brevedad de la vida. No hay tal que la vida sea breve –dice–, lo que pasa es que no sabemos vivir, y menos morir. Y es rotundo en una de sus primeras frases: “No tenemos escaso tiempo, sino que perdemos mucho”. En efecto, si invirtiéramos bien la vida, por ejemplo en la realización de altas empresas, los años que nos ha dado natura serían suficientes. Y para ilustrarlo, Séneca trae el caso que mereció también una parábola evangélica: una significativa cantidad de dinero puesta en manos de una persona. Si da en buenas manos se multiplicará; pero si da en malas, se esfumará. Hay una clara analogía con la vida. “… no recibimos una vida corta, sino que nos la hacemos, y no somos indigentes de ella, sino dilapidadores”.
Por eso es tan importante aprender durante toda nuestra existencia, para que la vida sea como el conocimiento. Y hay que saber valorar el tiempo. Una vida organizada depende mucho del uso que le demos al tiempo; si no se acierta en esa tarea, la vida es asaz vulnerable, como lo ilustra Séneca cuando nos pone en el límite de circunstancias como ésta: “…si está muy próximo el peligro de muerte, se abraza a la rodilla de los médicos, si teme una pena de muerte, dispuesto está a desembolsar todos sus bienes para vivir”. Es la dramática evidencia de alguien que no ha vivido mucho tiempo, sino que ha existido mucho tiempo.
Otro factor que enajena la aspiración de bienestar son los afanes de las horas, de los días…; el estar siempre atareados: “… a expensa de la vida se construye la vida”. Y en una actitud de autoengaño se escamotea la realidad con el trazado de planes ilusorios, para un lejano e incierto futuro. Ingenuo optimismo de dilatar el tiempo y dispersar la vida: “… nadie tiene presente la muerte, nadie deja de concebir proyectos a largo plazo, algunos hasta organizan incluso lo que está más allá de la vida”. Una manera de disponer de lo que solo está en manos de la suerte, desechando de paso lo que podría estar en manos propias. Un verdadero drama, con mucho de tragedia: “todos los mejores días huyen de los hombres atareados. (…) los toma por sorpresa la vejez, a la que llegan desprevenidos y desarmados”.
Concluye Séneca este diálogo con una advertencia triste, si es leída a destiempo y sin aviso del sentido común. En consecuencia, la mayor parte de la vida se nos va en el oficio que hacemos en favor de otros. Y de la voz de Séneca, apenas percibimos un débil eco: “toma algo de tu tiempo para ti, te invito a un descanso”.