Racismo y pedagogías de la barbarie

ELIZABETH CASTILLO GUZMÁN

Docente universitaria

En una emisora de Valledupar, un reconocido locutor local se hizo famoso en el mes de mayo por los actos de racismo con que ofendió la dignidad del pueblo Wayuu, al proponer de forma jocosa y descarada, que las niñas y mujeres de este grupo étnico, estaban a la venta para quienes tuvieran interés en tenerlas para su disfrute sexual.

En el mes de junio conocimos el terrible caso de una niña Embera Chami abusada sexualmente por miembros del Ejército Nacional en el departamento de Risaralda. No es el primero, tampoco el único evento de esta naturaleza contra las comunidades indígenas. Poco a poco han ido saliendo las denuncias de hechos similares en Guaviare y Nariño.

Esta semana, tres noticias dejaron al descubierto la aterradora realidad que enfrentan niños, niñas y adolescentes de comunidades indígenas y afrodescendientes en Colombia. Seguramente el horror es mucho mayor, pero las plataformas virtuales están ocupadas en la hipervisibilización del centro, así que a las periferias solo les queda un par de renglones en los diarios o en el “voz a voz” de los WhatsApp.

8 de agosto. Las imágenes de un grupo de niñas y niños indígenas cooptan el interés de la teleaudiencia. En un andén del Parque Tercer Milenio en Bogotá, lavan sus tapabocas maltrechos. El estupor en las redes sociales no se hace esperar. Detrás de lo que vemos hay una historia de despojo que hemos naturalizado. Esas niñas y esos niños hacen parte del pueblo Embera, desplazado hace dos décadas por la guerra que se libra en sus territorios. Sus familias deambulan en albergues e inquilinatos, porque no pudieron seguir haciendo su propia vida a causa de la barbarie que se instaló en regiones del Chocó. A comienzos de este siglo comenzó su éxodo por las ciudades del occidente colombiano, donde deambulan como si estuvieran maldecidos. El Pueblo Embera es una de las mayores victimas del destierro y del racismo urbano. Su cultura canta y danza para celebrar la vida en tambos de madera al lado de los ríos sagrados. Ahora lloran en las orillas del asfalto y sobreviven a este lento y dramático exterminio.

10 de agosto. En el sur del Cauca, Maicol y Cristian fueron acribillados cuando se dirigían a entregar sus tareas escolares en el municipio de Leiva, en esa frontera entre los Andes y el Pacífico sur, azotada por el miedo que imponen quienes controlan el tiempo y la vida. Sus familias sepultan sus jóvenes cuerpos en medio de la indiferencia nacional. En lo corrido de este trimestre ninguna entidad nacional responsable de los temas de educación, niñez y adolescencia ha hecho mención alguna a lo que sucede en estas regiones sometidas a las pedagogías de la crueldad y la muerte. Bogotá sigue hablando de un país que apenas cabe en los cuatro dedos que señalan las grandes capitales. Esta nación del sur no hace parte de su agenda publicitaria del “quédate en casa”.

11 de agosto. En Cali masacran a cinco adolescentes del Distrito de Aguablanca. Salieron de su barrio a las once de la mañana para elevar cometas con los vientos de agosto. Eran afrodescendientes, hijos de familias víctimas del desplazamiento, habitantes de esta ciudad denominada “sucursal del cielo”. Cinco vidas sentenciadas en total impunidad. Un luto comunitario que no tendrá velorio. Este año se empaña el Festival de Música del Pacífico “Petronio Álvarez” a causa de la pandemia y la barbarie. Las marimbas de Tumaco, Guapi, Magüi Payán, Barbacoas y todo el Litoral Recóndito resuenan tristemente. Porque los que matan aquí, también se mueren allá.

La Comisión de La Verdad acaba de despedir a Ángela Salazar. Una mujer afro, valiente y ejemplar, quien trabajó intensamente para demostrar que el conflicto colombiano ha sido mucho peor de lo que sabemos a causa del racismo y la discriminación con el que actúan los señores de la guerra, en especial niñas, adolescentes y mujeres afrodescendientes e indígenas.

¿Hasta dónde puede una sociedad como la colombiana, soportar un espectáculo tan inhumano y bárbaro como el que hemos tenido estos últimos cien días de pandemias?

“Señor presidente, lo he escuchado con cuidado,

pero con respeto siento que todo

lo que tiene que ver con mi vida es distinto de la suya.

Tal vez yo vivo en otro país,

¿hay dos Etiopías?

Si es así, me gustaría irme de la

que conozco y visitar la suya.

¿Sabe dónde puedo conseguir la visa?

¿Hay alguien repartiendo formularios?”

(Alemu Tebeje, Etiopía)

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