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    Porqué no mueren los mendigos

    GISELLE DELGADO

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    Es un día de Abril, uno de tantos abriles. Miro hacia el cielo y ella está toda coquetona. grande, suntuosa e impetuosa; asoma entre los volcanes y las grandes montañas dándonos su saludo circadiano. Pareciera que tiene dos grandes ojos y su mirada intimida. Nunca había sido tan omnipotente. Pareciera que tuviera sosiego y hasta un poco de lastima. Brillaba, parpadeaba, salía y se escondía. Era ella, la Luna y a su coqueteo cosquilleante se le sumaba el sonar de las campanas. Desde mi balcón podía observarla en la dimensión de sus vanidades, sin ni siquiera poder ser sustituida su potente luz natural.

    Parecía enamorada. Y en este paisaje de soledad, incertidumbre y miedo; donde sólo se veían los ojos que por ventanas se asomaban; venía una pareja, y detrás de ellos con su magia la luna andaba. Me detuve envidiosa a contemplarlos. Vi entre la penumbra su ropa roída, sus zapatos desgastados, su cabello engomado y parte de sus glúteos, que de algunos rotos asomaba. El olor era tan penetrante que hasta mi balcón llegaba. Entonces, no supe con cual de los dos escenarios me quedaba.

    Era un hombre de triste figura como don Quijote y una mujer que hacía caso a la realidad de una Dulcinea, pues en algo espantaba. Sin embargo, debajo de la luna danzaron, se abrazaron, se besaron repetidas veces, apasionadamente, rápidamente y contundentemente; que quizás podría jurar que era la pasión entera. Detrás de esta imagen que me pareció una pintura, llegaban y llegaban personajes que me recordaban a los jóvenes soldados franceses desgastados, que anunciaban la hambruna de la Segunda Guerra Mundial. Me quede pensando y el pánico quiso apoderarse de mí. Y luego, hasta reí a carcajadas y no lo podía creer: Todos, desde los edificios a hurtadillas mirábamos, totalmente confinados, encerrados, angustiados, aburridos, cansados de la misma música, “la eléctrica compañía” de la televisión, los juegos de mesa, el tinto conversado.

    Ninguno de los que ostentamos los grandes balcones teníamos la libertad, de todos aquellos seres, que arrastraban una olla latosa en el suelo, un costal en su hombro y un famélico y fiel perro a su lado. Entonces me pregunté: ¿Por qué no mueren los mendigos? Es más y llego a pensar, que ellos quizá, lleguen a huir de nosotros los encerrados, por temor a
    contaminarse. !Que ironía!, y reí de nuevo. Entonces la Luna, que estos amores festejaba y si no es más, creo que hasta una sonrisa esbozaba. Cómo es que el hombre que habita esta tierra no se ha preguntado, por qué miles de felices
    y libres indigentes, transitan por las calles, atravesando grandes caminos entre ciudad y ciudad o entre barrio y barrio, sin tener peligro alguno de contagio.

    Y es entonces cuando uno de ellos me grita: Señora, vecina, veci, deme una limosnita. Y yo le contesté: Señor, yo le doy la limosnita, pero regaleme usted algo de su libertad. Y cuénteme: ¿Por qué no les da a uds el Coronavirus?. Al final todos rieron y se fueron sin decirme nada.

    Y la Luna interpreto yo, con mucha tristeza me miró.