VIAJE AL VOLCAN PURACE

A

Por: JESUS  ASTAIZA MOSQUERA

manecía un sábado de principios de enero. La iglesia de San José tocaba su orquesta de campanas a las 5 de la mañana y a esa hora en la esquina de los tamales de las Montillas, el grupo de la Esquina del Movimiento, se juntó para transportarnos en un bus escalera al volcán Puracé. Al escuchar la algarabía unas monjitas curiosas se asomaron por las ventanas de San Agustín y las gallinas cacarearon en el  solar de don Hildefonso.

La carretera como una serpentina se tendía por los filos, lomas y cañadas. Popayán se iba quedando atrás con sus lucecitas coloniales. Un carro lechero pasó pitando: ¡dejá dormir! ¡no le echés agua a la leche!, se escuchó desde el coro juvenil. Pasamos el crucero de Coconuco donde ya unos campesinos descargaban tinas de leche y quesos cubiertos con hojas de biao. A medida que íbamos avanzando aclaraba el día y se veían los arrayanes, pinos, duraznos y el ganado en las portadas.

 

Llegamos al pueblo de Puracé. Linda acuarela en pleno corazón del campo cubierto de bombitas de rocío y rodeado de lomas tejidas en colcha de trigales, pastos, flores, hortalizas y frutales. Arrumadas de frío estaban las casitas de paja y teja, primorosamente colocadas a lado y lado de la empinada calle, por cuyos techos se escabullía tímidamente un humillo que esparcía un olor a café recién colado.

Al final una tienda con rejas de madera nos ofreció agua de panela caliente con queso fresco y un pan dorado con sabor a paraíso. Seguimos. La neblina noctámbula, descorría su traje blanco y dejaba ver la desnudez esbelta del paisaje.

El cielo se fue pintando de azul y sobre él se mantenía un escudo con alas, o un cóndor con Colombia a cuestas, que lánguidamente volaba hacia una peña vertical por cuyo pecho se descolgaba  una hermosa cascada.

Nos bajamos en el crucero de la mina y continuamos a pie por una carretera que el azufre había amarillado.

Cesar Urrutia, viejo empleado de Industrias Puracé nos atendió con frugal desayuno y una charla preventiva de los riesgos y peligros. Un socavón abría sus fauces y se tragaba volquetas enteras atestadas de obreros. Serían las 9:00 de la mañana cuando iniciamos el ascenso. El volcán  de rostro mañanero refulgía bajo la clámide del cielo con un claro perfil entre azul y verde. Hilos de plata bajaban sin romperse haciéndole quite a una fumarola que ininterrumpidamente lanzaba bocanadas de humo.

Matizaban la llanura leves promontorios de piedras, ligeros hundimientos, líquenes, pajonales y frailejones. Pequeños charcos cristalinos atraían el azul del cielo para revolverlo con sus verdes y amarillos.

El arco iris tendió su hermoso puente de colores y el sol disparó entre su arcada una flecha de luz.

La fatiga empezó a sentirse y nuestros ojos seguían prendidos de la altura. Caminábamos lentamente pero juntos. El frío tiñó nuestras mejillas de achiote desleído y el aire empezaba a escasear en los pulmones. El olor a azufre era penetrante. El ascenso cada vez más pronunciado, obligó a comerse parte del avío que nuestras madres habían preparado y cubierto con hojas de plátano.

El corazón acezaba cual perrito faldero y el volcán como un buey cansado rumiaba sus fuegos interiores y soplaba por uno de los áridos ventanales el vapor de cenizas calcinadas. Llegamos a un arenal, que dificultó caminar de pie. Gateamos para amainar la resbaladera de dar dos pasos para adelante y uno para atrás. Fue una eternidad cruzarlo y al fin el volcán… Era  la una de la tarde… Bello inmenso, espectacular. Una vez que se tiene de cerca no es de extrañar la indecible sensación que causa. Su estado natural impacta. Nos paramos y oteamos el horizonte: Popayán tendido a sus plantas con sus techos canosos sobre las paredes blancas; más allá Munchique y muy lejano, imaginábamos el Océano Pacífico.

La gritería no se hizo esperar. El volcán dejaba ver su enorme garganta seca, reseca, atragantada de  arenilla fina. Soplaba fuertemente el viento: ¿de Sotará? ¿Coconuco? ¿El Huila? Vaya usted a saberlo. Una nube pasó rosándonos. El arco iris, como un pavo real, recogió sus plumas y las guardó en el baúl de las mil y una noches.

La emoción era total. En un momento de euforia o de locura incontenible, Alfonso o quizás Férix, se acercó al filo de la boca del volcán, y con todas sus fuerzas gritó a voz en cuello: ¡si sos tan macho reventá! ¡sé varón! ¡estallá! Omar Acosta, con los ojos desorbitados, lleno de pánico se arrodilló, juntó las manos en actitud de oración y mirando al cielo, exclamó:

Dios mío, Dios mío, no le hagás caso a este !hijueputa!