La vendedora de sudarios

MATEO MALAHORA

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La muerte llegó temprano al pueblo, protegida por un funcionario del Estado, a la hora del mercado de la Plaza Pública, y, descargó, con la ayuda de los vecinos, un envoltorio de sudarios.

Las gentes, congregadas en los quehaceres comerciales, quedaron asombradas, estupefactas, le preguntaron que para quiénes eran las impecables vestiduras, si allí todos eran longevos, vivían tranquilos y disfrutaban de pleno sosiego, pese a la crisis de subsistencia que les afectaba, además, en esos días, nadie había fallecido de muerte natural, como acontecía regularmente.

La extraña visitante les dijo: “Sería irresponsable e imprudente de mi parte si les diera los nombre de los que van a morir y, todavía peor, si en esta oportunidad, les ofreciera las mortajas a plazos”, modalidad de compraventa sospechosa que nadie estaba en condiciones de aceptar, muy a pesar de vivir en condiciones de aguda precariedad económica.

Los vecinos, miedosos e impávidos, a quienes les temblaban las piernas, y señalaban alta dosis de sudoración, aceptaron la explicación y le dijeron, de manera unánime, que mejor guardara la oferta para otra ocasión, que no querían ofenderla, pero que le sugerían regresar por donde había venido con sus finas prendas de algodón.

Con pancartas y expresiones propias de las movilizaciones sociales, fueron enfáticos en expresarle: “Aquí no necesitamos sábanas fúnebres, los tiempos de la violencia culminaron, cuando alguien fallece su cuerpo desnudo se entierra como llegó al mundo; en la comarca no tenemos tiempo para los oficios religiosos, antes de la inhumación se expone el cuerpo de la persona durante ocho días al agua, al sol y al viento, ellos, realmente, son los primeros sepultureros, luego viene una bruja y recoge el cráneo para predecir la muerte de los sobrevivientes”. ¡Fuera, Fuera! Fuera! ¡Abajo la muerte! ¡Abajo!

Como la extraña visitante estaba con señales de sed y angustia, quizá por conocer la depresión económica en que había caído la comunidad, que afectaba, sensiblemente, la rentabilidad de su trabajo y presentir la crisis por largo tiempo, aquel que fungía como líder designó a dos personas para que se desplazaran a una tienda ubicada cerca al cementerio de la población y le compraran un refresco.

Los dos voluntarios regresaron con alborozo y, celebraron, que por la compra les habían regalado, generosamente, dos refrescos.

Los tres brindaron, ante la complacencia del vecindario, con síntomas de ansiedad y, sorpresivamente, cuando tomaron los primeros sorbos, cayeron desplomados sobre el suelo, en medio de la oscuridad.

Con el tiempo, ponderados los acontecimientos, la población organizó un Centro de Memoria Histórica y pudo develarse el misterio: el dueño de la tienda había colocado en las botellas tres proyectiles, con pequeñas dosis de cianuro, para fusilar discretamente la noche y, la vendedora de sudarios, en multitudinaria asamblea, fue designada como Directora Honorífica del Centro de Memoria Histórica, con el exclusivo compromiso de restaurar la Verdad sobre las personalidades que iban a morir y de garantizar la disolución de su premonitoria profesión.

Salam Aleikum…