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    Lo que no conversé con Londoño

    DONALDO MENDOZA

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    En el marco de ‘Popayán, Ciudad Libro 2019’ me correspondió conversar con el escritor Julio César Londoño, el martes 19, a las 11 de la mañana. Con la pasión y la disciplina que le pongo a cada tarea pedagógica o académica que emprendo, preparé durante una densa semana notas y preguntas: “Se nota que me has estudiado”, me dijo Julio César en previa conversación de café. De allí nos levantamos sonrientes.

    Pero ya en el auditorio y acomodados en los sillones, erré en el manejo del tiempo. En razón de que Londoño pertenece a la mejor generación de escritores colombianos en lo que va de este siglo, quise contextualizarlo en el escenario de nuestro paisaje literario, y los minutos me pasaron factura: una impaciente dama en primera fila se dejó oír: “Queremos escuchar al escritor”. Y el escritor la ayudó con su humor fácil: “Nos va a faltar tiempo, y lo que quiero es que mi libro se venda”.

    Eché mano de mis apuntes y dos obras de Londoño: “Los pasos del escorpión”, el mejor libro de ensayo que he leído este año; y “Sacrificio de dama”, compilación de cuentos y ensayos, que William Ospina saludó en una columna de El Espectador (7/Abr./2019) como “Un gran libro”, destacando el ensayo «Las hormigas, esas gigantes» como “el mejor relato que se ha escrito en Colombia”.

    La conversación retomó el rumbo, con preguntas y comentarios de este tenor: el autor y su relación con el lector, el oficio de la escritura, los géneros cultivados por Londoño: cuento, ensayo, crítica, periodismo y una novela. Julio César sabe dar razón de todo con espléndida y envidiable solvencia. Por el dictado del tiempo algunos tópicos y réplicas no fueron posibles. Lo importante ya se había hecho: mostrar los libros e invitar a comprarlos en los puestos de exhibición de “Ciudad Libro”.

    Y sí que había todavía cosas importantes por preguntar o replicar. Por ejemplo, preguntarle a Londoño si dentro del rigor crítico reescribiría –sin Paloma en la cabeza– su artículo “La casa Valencia” (EE, 6/Abr./2019) donde reduce la poesía de Guillermo Valencia a referencias europeas y al desprecio por lo criollo. Todo porque este hombre, en un tiempo donde no se hablaba de derechos humanos ni respeto a las diferencias, no fue ajeno al maltrato y explotación de los indígenas. No hubo tiempo para recordarle que el rigor crítico sabe prescindir de la vida pública de un autor y vindica sin prejuicios la calidad estética de su obra. Y de esto sé que Londoño sí sabe.



    La crítica literaria “no puede naufragar en subjetivismos”, dice Londoño, siguiendo el criterio de Jorge Luis Borges, su maestro mayor en el ensayo. Y en Borges sí que es fácil tropezar con subjetivismos, dado que este Homero argentino no gustaba de negros, elogió la “democracia” de Pinochet y recibió la condecoración del austral dictador. En Argentina guardaba silencio cuando los militares se esforzaban en borrar hasta la última sospecha de izquierda; hasta cuando fue regañado por Ernesto Sábato, y escribió una efímera protesta, que pasó a ser la más pálida línea de toda su magna obra. Para escribir sus brillantes e inteligentes ensayos –que sigo recomendando– Londoño sublimó todas esas subjetivas bellaquerías de Borges.

    Y una réplica. En Popayán, santuario todavía del catolicismo, Julio César Londoño cerró la conversación con una volteriana ironía y un corrosivo humor que hizo reír a medio auditorio: “A Álvaro Uribe y a las personas que van a misa todos los días, hay que tenerles miedo; es gente muy peligrosa”. Le admito razón con Álvaro Uribe, a quien le caben todas las sospechas; pero no con los católicos practicantes. En efecto, una cosa eran aquellos devotos que se dejaban conducir desde los púlpitos de la Violencia, años 40 y 50, y otra muy distinta son los católicos de hoy, personas en su mayoría educadas y con capacidad de discernir más allá de la palabra del sacerdote o el pastor. Bogotá dio ejemplo en las pasadas elecciones.

    No obstante, sigo recomendando los dos libros mencionados, por su excelente escritura y porque están muy lejos de ser textos de superación personal. Sirven bastante para desarrollar pensamiento crítico y como manuales para aprender a escribir, o al menos para valorar la buena escritura. El ego, el humor sarcástico y otras altiveces están en el ADN del intelectual, que para nada menguan la calidad estética de sus obras.

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