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    Las reformas liberales del New Deal

    ROBERTO RODRÍGUEZ FERNANDEZ

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    El viernes 28 de febrero pasado publicamos una nota sobre Bernard Sanders y su “socialismo democrático” en los EU, que –esperamos- no tenga el sino trágico de otras experiencias políticas progresistas.

    En 1933 el Presidente FD Roosevelt debió enfrentar “la gran depresión capitalista” originada en la expansión de unos créditos impagables. El pánico financiero, las quiebras en cadena de las empresas, el no pago de los créditos bancarios, todo amenazó con hundir la economía norteamericana, y con ella gran parte del capitalismo en una época en que el socialismo y el movimiento obrero tomaban fuerza en el mundo.

    Ante ese panorama de pobrezas generalizadas surge el “New Deal” (“nuevo trato”) propuesta con la que Roosevelt obtuvo un arrollador triunfo en las presidenciales de los EU. Lo que hizo fue impulsar “la intervención del Estado como garante de las economías privadas (ver la visión de El Estado Burgués Garante, Ernesto Saa Velasco). Es decir, con el dinero de todos se debieron salvar las empresas y bancos de unos cuantos emproblemados. El Estado les hizo préstamos, estableció el aumento de los consumos familiares y de las inversiones privadas (generando el “consumismo” de aquello que producían las empresas), se aumentaron los salarios (por supuesto, para que las personas tuvieran capacidad de consumo), y se regularon las relaciones laborales entre patronos y trabajadores.

    Es decir, se adoptaron las prácticas del Estado de Bienestar europeo, con sus empleos, salarios, jornadas laborales, pensiones, seguridad social.

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    Durante un corto principio estas reformas progresistas funcionaron, pero en 3-4 años todo se volvió deficitario, el Estado no pudo aguantar el tremendo gasto. Por el contrario, se reforzó el régimen presidencialista, se reforzaron como criterios fundamentales la defensa de la propiedad privada, los mercados libres y las inversiones privadas; todo condujo a la reducción de un Estado que no pudo cumplir con su promesa de garantizar económicamente las ganancias particulares y que debió recurrir al militarismo para controlar a las poblaciones.

    Es cierto que hubo una reflexión importante sobre la economía, que fue copiada por muchos (“los pobres también deben contar económicamente, asi deban ser sostenidos por el Estado”), pero para superar estas obligaciones se necesitaron holocaustos, invasiones y bombas atómicas. Las potencias entraron en una nueva guerra mundial, y las súper-potencias pasaron al ataque con los engaños reforzados de una supuesta “guerra fría”.

    Muchos han admirado a FDR y sus propuestas, entre ellos el Clan Kennedy (próxima nota) y el propio Sanders de hoy, todos del Partido Demócrata, pero han encontrado ataques conservadores de todo tipo: conceptuales, como las obras de Milton Friedman y otros; asesinatos y persecuciones, como lo ocurrido al Senador Huey Long en 1935, a JFK en 1963 y a su hermano RFK en 1968, y a Malcom X y Martin Luther King en 1968; pero además, atentados contra muchos gobiernos progresistas en todo el mundo, y contra las ONGs y personajes innovadores.

    Ojalá el destino trágico de los progresismos políticos pudiera cambiar algunas veces –no parece ser así- para bien de la democracia liberal y de otras formas de democracias, y para el desarrollo de los paradigmas emergentes. Como rezaba San Agustín a su dios, “dame castidad y moderación, pero no me las des aún”, así mismo las élites y gobiernos plantean que “habrá que ser democráticos, pero no por ahora”. Claro, se trata solo de negocios, nada personal.