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    La poesía tiene la palabra: «Feliz día, mamá»

    JOSÉ ANTONIO CONTRERAS

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    Hoy día quiero cantar, gritar, levantar mi voz a los hombres y a Dios. Mi corazón se ha levantado henchido de emoción; en mis sueños he rescatado la imagen de mi madre de hace algunos años, joven, hermosa, vibrante, por motivos extra naturales (porque así considero al exilio, aunque sea voluntario) mi heroína está lejos, pero cerca siempre a este pequeño cuerpo de hombre que no hubiera sido nada sin sus consejos, sin su fuerza, sin sus besos, sin sus mimos, sin sus abrazos, sin sus castigos. Es la imagen de todas las madres del mundo, de la tuya, de la de él, de la de ella. Pues las mujeres han sido creadas en esa proporción de la maternidad y esa cualidad las hace distintas, especie en extinción que perdura. El mal está ahí a su diestra tratando de perturbar su existencia con dolores malsanos, sufrimientos, escalofríos; ella es la vulnerable que se hace fuerza y poder si atentan contra sus hijos. El mal no ha podido ni podrá hacerles frente a ellas. El cordón umbilical físico es rasgado por el cirujano, pero ese cordón umbilical espiritual nadie podrá rasgarlo nunca. Y estará ahí hasta el día de nuestras muertes.

    Mi heroína no la he sacado de alguna revista de historietas, ni de la lectura de algún libro de aventuras. Mi heroína se ha hecho mujer a los diecisiete años entre esteras y falsos pisos de quincha, tierra y agua, así como entre techos de madera y plástico para paliar la lluvia escasa pero continua que atravesaba nuestras vidas todas las noches que aparecía. Se ha hecho con los dolores de parto sin anestesia y prestándose lágrimas de las vecinas para sofocar el llanto de sus hijos, se ha hecho con la escasez de los alimentos por los paquetazos y la estrechez de sus sueños inconclusos, se ha hecho con su poca instrucción que la dejaba desprovista de opciones y de oportunidades profesionales, se ha hecho con su fuerza adolescente de hembra ardiente y luchadora que llegó a este terreno eriazo a conquistar los elementos. Se ha hecho en esas noches de mi tristeza, en esos tímidos anocheceres de un barrio sin electricidad, hasta donde defecar de noche era una victoria incuestionable.

    Se ha hecho en esas calles que se morían de sed y adonde llegaba de casualidad un camión vendiéndonos el agua para calmar la ansiedad del mundo. Se ha hecho guerrera y heroína sentada en esos frágiles silos que se llevaban todas nuestras experiencias mundanas. Mi madre ha caminado kilómetros enteros para devolverme la vida. Cuando quiso darme la meningitis, yo tenía algunos meses de edad, no sé si fue porque sólo existía el servicio del tranvía hasta ciertas horas de la noche o si fue porque no tenía un centavo para el pasaje, pero ella caminó varios kilómetros hasta el hospital más cercano. La carretera era inconsistente. La noche era más oscura que de costumbre. El silencio era atemorizante. La distancia era mortal. Pero ella llegó a su destino sin miedo, sin reproches, sin alardes y pudo salvar a su hijo. Tengo escritas cada una de sus lamentaciones en mi corazón. Y ningún pedazo de tiempo o de disgusto infantil podrá borrar nunca esa odisea. Sus lágrimas han regado todos los lugares de mi vida: todo lo que me rodea está teñido de su grandeza. Todo lo que me da vida está teñido de su propia vida.

    No tengo ahora dónde prestarme lágrimas para llorar sus sueños y la estrechez de sus setenta y  cuatro años mal vividos. No tengo una bandera para cubrir su recuerdo heroico de mujer pendenciera, ni fuerzas ya para defenderla de los comentarios insultantes de vecinos oscuros, sin embargo, a pesar de esta ausencia, mi corazón y mis recuerdos la despiertan a besos cada mañana, ahí donde esté, y le dan las buenas nuevas.

    Por eso mi madre es admirable y por eso la he convertido en mi heroína. Gracias por todo, querida amiga mía, ya no tienes de qué preocuparte, te cuento que hemos vencido el tiempo del espanto y ahora todos respiramos más tranquilos el aire puro de la reconciliación. “Feliz día, mamá’.