Hace cinco años

DIEGO FERNANDO SÁNCHEZ VIVAS

[email protected]

Cuando aquel colombiano de mirada penetrante, maneras suaves y acento tropical escuchó su obra literaria leída al otro lado del mar por cientos de miles de habitantes de la Tierra y su rostro aparecer hasta en el último rincón del mundo, comprendió que la vida le estaba obsequiando un regalo imposible, el destino de la inmortalidad.

Pensó entonces en su niñez incierta en un lejano y polvoriento paraje de la costa caribe colombiana, rodeado de fantasmas vivientes que se asomaban por estrechas ventanas de viejas casas de estructuras frágiles y quebradizas como en la novela de Rulfo. Pensó en su llegada a Bogotá, entonces una ciudad fría, plomiza, gris que le arrancó más de una lágrima, pues su mundo era el trópico. Recordó sus primeras lecturas, Conrad, Kafka, el viejo Faulkner y los poetas franceses, el recordado e inmenso poeta Rubén Darío. Recordó también las primeras clases de sus estudios de derecho que abandonó para dedicarse al oficio más hermoso del mundo. Recordó el estropicio del 9 de abril de 1948 en Bogotá, una ciudad destruida y las turbas enfurecidas por el asesinato de su líder Jorge Eliecer Gaitán.






Sintió nuevamente el escalofrío de la incertidumbre y la mordacidad de la pobreza cuando tuvo que empeñar el secador de su amada Mercedes para enviar en dos partes los manuscritos originales de ‘Cien años de soledad’. Recordó la soledad del poder en las hojas marchitas del otoño de un patriarca centenario, la belleza inverosímil de Remedios, la sucesión interminable de los descendientes de los Aurelianos y los José Arcadios, las piedras de los ríos de sus años de infancia que se asomaban como huevos prehistóricos , la fortaleza bíblica de Ursula Iguarán que como un hecho premonitorio imposible también se fue como su creador un jueves santo, y vió un inmenso jardín adornado de almendros y visitado por cientos de mariposas amarillas. Recordó igualmente el día memorable en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Se vio así mismo en Estocolmo en la primavera de 1982, con un traje blanco rodeado de sus más cercanos amigos, ovacionado por la crítica mundial escuchando el himno nacional de Colombia y recibiendo el Premio Nobel de Literatura.

Entonces pensó. «La vida no es la que uno vivió , sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla», y se dijo parodiando al anciano patriarca al celebrar la primera centuria de su ascenso al poder «Ochenta y siete años ya, que vaina como se pasa el tiempo».