Esta historia es sorprendente, no solo por el desenlace final, sino por la serie de episodios que se fueron sucediendo, todos como si un libreto de teatro los guiara, y como si los personajes hubiesen realizado sesiones de ensayo en sus varios episodios, para actuar con exquisita precisión.
El medico otorrino, Joaquín Olmedo Paz Anaya, se encontraba en su casa en el condominio Luna Blanca, a la salida de Popayán, frente a la cordillera en donde con brillo se cubre de nieve el Volcán Purace. Estaba sentado en su patio interior al lado de un pórtico con andén, desde donde escuchaba el trinar de unos pájaros que anidan en una de las dos palmas, cuando lo sorprendió, uno de varios colores que intrépido llegó a sus manos.
El brinco por el susto fue mucho, más cuando alguien cerró de un golpe la puerta que dio en las narices al gato que ya venía veloz porque a través del vidrio del ventanal, había percibido la caída del ave herida en brusca caída, sin control en sus alas.
La sorpresa para el médico era tal que no entendía cómo el animal se apretujaba en sus manos, cuando no es lo usual; los humanos asustan a las aves porque siempre han querido interrumpir su vuelo, pero este pájaro no se iba, por el contrario, lo miraba desorbitado, como preguntándole por sus servicios, a tal punto que lo tenía en desconcierto.
Recuperado un poco de la sorpresa, abrió las manos pero el animal, no voló, lo miraba expectante, tenía una mirada de dolor y de conmoción que incitaba a la confusión; al punto le arrimaron un pocillo y una cucharilla con miel de agua de azúcar y una blanca servilleta, entendió que se trataba de una práctica de reanimación y de recuperación del herido, ocasionalmente en el tiempo de la pandemia.
Valoró los resultados del trauma en su pico y con extrañeza encontró herida su parte superior, dos diminutas gotas de sangre indicaban el golpe, pero insólito en ese pájaro de gorro rojo, alas grises y vistosos rayos de variados colores, que era conocido y admirado por hacer con su fuerte pico, cilíndricos huecos en los árboles, produciendo con el golpe el encanto del tan tan del tambor.
En realidad, estas aves de la especie Dryocopus Lineatus, del orden de los piciformes, derivan su nombre del griego druocopos que significa cortador de árboles y de raíz latina Lieneatus, en referencia a las líneas negras que van en la espalda y en el vientre, es de regular tamaño, con cresta prominente de color rojo, al igual que el bigote y la coronilla.
Juegan en sus plumas estos vistosos colores, cruzados por líneas blancas que se encuentran y se separan, unos son marciales, otros gigantes, otros reales; abren huecos circulares en los árboles en busca de hormigas, cumpliendo la eficiente labor de equilibrar la botánica y la zoología.
Con la medicina dulce, le enjaguaron la parte superior del largo pico, los dedos que practicaron en los quirófanos, repitieron sus movimientos, se evalúa el cuello, la cabeza, las alas, se sobo la raíz de la cresta, suave caricia atendió la herida y un lavado del plumaje restauro al animal.
Se le insinuó el vuelo, los dedos se abrieron indicando la libertad, tal vez, la duda era mucha, volar o no volar, dio el pájaro carpintero dos, tres, brincos, con giros a todo lado, después un vuelo corto al césped, pero insólito, repitió el vuelo hasta la mano del salubrista, continuo sus brincos y vuelos cortos, con el doble propósito seguramente, el de ensayar sus alas y dio dos picotacitos en los dedos, para ensayar y para dar las gracias.
El medico se puso de pie, levantó los brazos, recordó los entrenamientos del vecino dedicado a la recuperación de las aves en la casa campestre, para que ellas recuerden las destrezas de volar, así lo hizo, una, dos tres veces ayudó con el viento y con el entusiasmo de quien espera suceda algo hermoso, en la recuperación de la vida.
El pájaro carpintero reanudó su vuelo, el gato acechador lo miraba detrás de los vidrios y los perros ladraban sin entender lo que pasaba, las alas se movían con frecuencias rápidas, todos tenían el susto de lo impredecible, pero no, el ave reguló el nivel de las alas y cogió altura, para posarse en las hojas de las palmas en cuyo vértice se divisa el nido con las cabecitas de sus crías.
El cirujano bajó lentamente los brazos que había conservado elevados desde cuando fueron la pista del vuelo renovado, los bajo lentamente mientras dejaba que el aire saliera silbando en señal de triunfo, y los cruzó, para conservar la mirada en la altura de las palmas.
Se quedó ensimismado, estático, gravando la delicia que produce la tibia sensación de un pájaro en las manos, trato de volver a la realidad al tomar la taza de café que le ofrecía una sonrisa burlona, a manera de estímulo.
Dio un paso corto y como unos brincos, mientras giraba y gritaba: que delicia, en buen momento me acorde de las prácticas de Oscar Orozco Pastrana, cuando entrenaba el vuelo de las aves: “pone una ancha sonrisa, las pone en el brazo y las anima con todo el aliento del mundo”. Vivir es volar.