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    Editorial: Siguiendo al Cauca

    En medio de todo tipo de escándalos y hechos mediáticos relacionados con el país político, no podemos dejar de mirar hacia otras regiones del país que pasan por momentos desdichados. Las masacres ocurridas en el Cauca contra los nasa, que se suman a la serie de asesinatos padecidos por los awá, embera y los dóvida, en Chocó, Antioquia, Nariño y Quindío, no pueden pasar desapercibidas.

    La ola de violencia que se ha ensañado contra los indígenas colombianos es demencial, malévola, como máxima expresión de hasta dónde puede llegar la vileza humana. Lo que allí ocurre es propio de naciones ínfimas, inviables, cuyas porciones de territorio están en manos de malhechores, conscientes de la anomia del Estado.

    Si esas noticias horripilantes las escucháramos de otras naciones, las juzgaríamos como propias de Estados fracasados, con ciudadanos de la peor calaña y bajo el imperio del terror; pero no, no es un lejano país. Es aquí entre nosotros donde suceden semejantes degradaciones, y por eso no podemos dejar que las rutinas nos quiten la claridad de lo que esos hechos significan para la vergüenza de una nación que no puede acostumbrarse a la sucesión de acontecimientos de la más descarnada brutalidad.

    No cabe duda de que el detonante de tanto oprobio sigue siendo el maldito negocio del narcotráfico; pero es el abandono del Estado por décadas lo que ha propiciado la extensión de esa vil empresa ilícita, que necesita de más y más tierra para los cultivos ilegales. Por ello, los resguardos indígenas y miles de hectáreas en manos de campesinos no son una frontera que merece respeto para los avaros promotores del nefando negocio, cueste lo que cueste en vida, en honra y bienes, e incluso, en la inmisericorde desaparición de líderes y comuneros indígenas reconocidos luchadores sociales.



    El explosivo coctel de pobreza, narcotráfico y grupos armados ilegales en disputa por el control territorial, tiene que abordarse de una manera más estratégica, pues no han bastado los esfuerzos en la implementación de los acuerdos de paz, la reforma rural ni la sustitución de cultivos ilícitos.

    Se ha venido insistiendo, especialmente por delegados de agencias de cooperación internacionales, que la intervención en el territorio debe profundizarse aún más con la inclusión de programas sociales y de desarrollo económico, lo cual, de suyo, no es fácil, en la medida que las decisiones de inversión y actuación en esos territorios, tienen que ser concertadas con los indígenas, quienes asumen una natural prevención de todo lo que provenga del Estado, pues finalmente, cuando llega la noche y cada quien regresa al reposo, las bandas de narcotraficantes, de disidentes y demás formas de violencia, llegan a reclamarles a los líderes indígenas por aliarse con el Gobierno, lo que redunda aún en más violencia.

    Claro que el escenario no puede ser más complejo; pero el Gobierno tiene que oficiarse a fondo en la defensa del territorio y la vida de nuestros indígenas. Los colombianos y la comunidad internacional le rodearán para el debido respaldo.

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