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    “Cultos payaneses”

    DONALDO MENDOZA

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    Rodrigo López Barros, columnista del diario El Pilón, de Valledupar, hace en su último artículo una semblanza de la familia Hernández Aponte, progenitores de José Guillermo el Ñeñe Hernández, protagonista del volumen de noticias que en los últimos días han agobiado nuestros oídos. López Barros dice conocer, desde ha tiempos, a esta familia, y hace en consecuencia una apología de su pulcritud y generosidad: “un hogar lleno de amor para todas las clases sociales”.

    Mi propósito no es dar fe de lo que Rodrigo López dice de esa familia del viejo Valle de Upar, en donde las buenas costumbres, la sencillez y la hermandad fueron valores dominantes. Muy distinta esa villa pastoril de un poco más de 25 mil habitantes, en la década del sesenta, a la urbe de 500 mil almas del Valledupar de 2020. Otras son las costumbres y otros los sentidos que colorean la tabla axiológica.

    El propósito puntual es volver sobre, 1) la propuesta que el escritor Marco Antonio Valencia Calle hizo al gobernador del Cauca, Dr. Elías Larrahondo Carabalí, para que se cree la Secretaría de Cultura, patrimonio y turismo; y 2) el sueño que desvela al poeta y gestor cultural Felipe García Quintero de convertir a Popayán en la quinta Ciudad Libro del mundo. Ambos deben ser voluntad, no sólo del gobernador y la academia, sino de todos los habitantes de Popayán.

    Esa responsabilidad de “todos” empieza en la familia y continúa en las instituciones educativas y universidades. En ese orden, me permito esbozar un aporte, todavía con viso anecdótico. En efecto, colombianos de regiones distantes aún tienen la idea de Popayán como ciudad culta. Así está escrito en la columna vallenata de Rodrigo López Barros. Dice el periodista que, a finales de la década del ochenta, Aristides Hernández Fernández, padre del Ñeñe, “hospedaba en su residencia solariega a amigos de muchos timbres, de distintas regiones del país, especialmente a cachacos bogotanos, paisas antioqueños, cultos payaneses…” Y tiene recuerdos del niño Iván Duque Márquez paseando a caballo o burro por los senderos de mangos.

    Ahí, en “cultos payaneses”, está la mágica frase de “Ábrete Sésamo” usada como contraseña para acceder al “tesoro” de la cueva. En contexto de hoy, la cueva no es otra que el imaginario (“tesoro”) que sobrevive todavía en lejanías geográficas de Colombia, de identificar como culto al payanés. Quiere ello decir que hay todavía un eslabón que se puede recuperar; y de allí emergen los cantos de sirena que no dejan dormir tranquilos a Marco y a Felipe.

    Cantos que han tenido resonancia en las plumas de casi todos los periodistas que escriben en diarios impresos y periódicos virtuales de las ciudades de Santander de Quilichao y Popayán. Hacer de Popayán la Ciudad Libro (la ciudad culta) es, claro, una bella utopía; salvo que utopía no es solo sinónimo de “imposible”, sino también de un objetivo distante pero posible. Y concluyo con un dilema a resolver: o el payanés ilustrado se va a otra ciudad o país a hacer dinero, o se queda en Popayán con su inteligencia y cultura, y escribe libros. Por supuesto, hablo en lenguaje simbólico. Quien tenga ojos para ver y oídos para oír sabrá entender.