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    Catoptromancia

    MARCO ANTONIO VALENCIA

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    Desde niño me ha gustado pararme frente al espejo a hacer muecas y jugar a las expresiones. Me encierro en el baño y me deleito con mi rito personal. Me miro la cara, me aprecio, levanto una ceja, la otra, estiro la boca, me despicho la nariz, arrugo y desarrugo la piel, saco la lengua, me miro de soslayo, de reojo, de frente. A veces me peino de un lado, luego del otro, me tiro el pelo hacia atrás, hacia adelante, en fin, juego conmigo, ¿y qué?

    Así como los griegos, trato de encontrarme en el tono de la piel y el brillo de la mirada el destino al fondo del espejo, sospechar mi salud, mis desajustes físicos y emocionales. Y a veces, claro, inventar la cara que voy a ponerle a alguien, al otro, a mí mismo frente a la foto que vendrá.

    Mi espejo es de los malitos, de los normales, de los que venden por ahí y uno compra sin más. Pero en realidad ahora que lo pienso debería comprarme un espejo bueno, uno que me diga la verdad, como el de Blancanieves, uno que le muestre a uno las arrugas, las espinillas, los defectos, el color real de los ojos, el color de ropa que mejor combina con nuestro ánimo del día. Ahora que lo pienso un espejo fino debería ser un artículo esencial en la vida de uno, un gusto bueno para darse una vez en la vida. Dicen que lo mejor son los traídos de Alemania, que por allá hacen espejos de verdad. Mi espejo ni marco tiene. Los egipcios morían por un espejo con marco de cobre, dizque porque un espejo con cobre llama el amor, la felicidad, la riqueza, el éxito, esas cosas…

    Mi papá que era un sabio, en las noches de luna le daba por contar historias mientras nos cogía el sueño entre el ruido de los búhos y murciélagos en nuestra finquita de Patía. Una noche me contó que había un emperador chino que antes de entrevistarse con alguien lo hacía mirar en el espejo, que el espejo siempre revelaba la verdad de las personas. Yo hoy me miro y trato de revelarme a mí mismo y me pregunto mirándome a los ojos fijamente quién carajos soy, pero el espejo no me contesta a voz viva, y si bien quisiera que me contestara, sería mucho el susto si el espejo me dijera algo. Lo mejor del espejo, que lo ve todo, es que sea mudo, me digo.

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    Una vez, de muchacho se quebró el espejo del baño de la casa, entonces una de mis tías, tengo un montón de tías, gritó que iba a tener siete años de mala suerte sino enterraba el espejo ya mismo para romper ese hechizo; pero acto seguido la empleada del servicio (ah, días benditos donde las familias nos dábamos el gusto de tener empleada), me dijo en voz bajita que gracias al espejo el mal que acechaba la casa se había quebrado, que todas las energías pesadas de la casa acumulados por los años se habían quebrado allí. Que enterrara el espejo. Y bueno sí, enterré el espejo, ¿y qué?

    Cuando murió mi abuelo Antonio Valencia, que fue soldado en la guerra contra el Perú en 1932, lo velaron en la casa. Yo era un niño de calzones cortos y corte de pelo brocha, pero me acuerdo bien. Por esos días me sorprendió ver que las mujeres taparon todos los espejos con sábanas blancas. Al preguntar me dijeron que había sido la última orden de mi abuelo porque no quería que su alma se quedara atrapada en su reflejo, que eso lo había aprendido cuando estuvo de soldado en la Amazonía. Ni para qué les cuento los miedos horribles que sentía cuando me quedaba solo en la casa. Creo que nunca volví a sentarme a leer en la sala donde había un gran espejo con marco de cobre y pasaba raudo por el pasillo donde había otro. Del único espejo que me fiaba y no me atemorizaba era el del baño. Cada que miraba uno de los grandes espejos de la casa me imaginaba la cara del abuelo allí, que, siendo mi cara, era el rostro de mi abuelo ¡Que miedo!, ¡Todavía me da escalofrío acordarme!

    Existo porque logro verme en el espejo, sé que no soy del todo el que se refleja en el espejo, o eso quiero creer porque hay cosas que veo que no me gustan, pero al menos me da un poco de conciencia y tranquilidad tener una idea de cómo soy, o al menos tener una idea de cómo me ven las personas.

    Hago carita feliz, de sorpresa, de rabia, de miedo, de asco, de tristeza, y luego me pongo a combinar los gestos: de feliz y sorprendido, de triste y asquiento, de iracundo con miedo. En fin, he logrado hasta quince combinaciones.

    Me miro a los ojos, y son los ojos de un extranjero que me habita. De un man que no conozco, que no soy yo, pero en realidad soy yo mirando a través de los ojos un alma extraña, rara.

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