40 es compañía

ANA MARÍA RUIZ PEREA

@anaruizpe

A San Valentín no le importa que lo invoquen los 14 de febrero, porque según dice la leyenda, está presente siempre que un par de jóvenes quieren amarse hasta que los consuma la vida. Valentín era un médico romano que se convirtió en monje cristiano en el siglo III DC, cuando el imperio intentaba mantener su dominio y restablecer glorias esquivas, mientras las ideas cristianas lo socavaban desde las entrañas cambiando un mundo de dioses y semidioses para cada escena de la vida, por un único Dios que, en forma de triunvirato, predicaba doctrinas de paz y amor en contra del opresivo régimen romano.

Para el Emperador era indispensable contar con tropas en extremo disciplinadas, conformadas por muchachos jóvenes que hicieran de la guerra su razón de vida, en el nombre del águila imperial. Pero para los jóvenes romanos, como para cualquier joven con mariposas en el estómago, primero estaban sus ganas de compartir la piel y la vida con alguien, que convertirse en soldados para pelear contra hordas bárbaras.

Cuentan que Valentín enfrentó un decreto imperial que prohibía el matrimonio de los jóvenes como medida para garantizar el reclutamiento obediente y militante, casándolos a escondidas. Por esto fue decapitado, y se convirtió así en mártir por causa del amor. En su nombre, por siglos los jóvenes enamorados quedaron auspiciados en el santoral, para incomodidad de cualquier fuerza que se oponga a su florecimiento. Contra viento y marea, parece que cuando Valentín se mete en una pareja, la ampara y bendice.

Uno puede descreer de santos y milagros, de cuentos de hadas de fueron felices y comieron perdices, pero la vida se encarga de demostrar que hay casos que parecen tener el toque de Valentín, en los que personas de carne y hueso permanecen juntas, amándose en el paso del tiempo, de los veranos y los inviernos, en la salud y la enfermedad, en la escasez y la abundancia. Aunque no haya tenido yo la buena fortuna de vivirlo, esta es la evidencia más clara que la vida me ha dado de la existencia del amor eterno.

Aun era una niña en julio de 1978 cuando el mayor de mis hermanos hombres anunció que se casaba. Recuerdo que por varios días se instaló un drama en la familia, mi hermano guapo y sereno, que apenas empezaba la carrera de medicina y aun no cumplía 20 años, se iba de la casa tras un par de ojazos verdes y un Simca 1.000, que era lo poco que yo sabía entonces acerca de esa chica que también estrenaba sus primeras batas blancas como estudiante de la facultad.

Se casaron dos semanas después en una ceremonia privada y en unos meses tuvieron un hijo sietemesino, nacido a término. Con el apoyo de las familias, la energía de los veintes, la confianza mutua y su permanente manera común de verle el mejor lado a las cosas, la pareja formó nido mientras cada uno estudiaba, terminaba carrera y comenzaba a trabajar. Llegó la segunda hija y siguieron aprendiendo a criar, criando, mientras juntaban para pagar los arriendos, los colegios, y saldar las deudas, cursando especialización – él -, y trabajando sin parar ambos, en turnos de 8, 12 y 24 horas. Las urgencias, las consultas, los medicamentos y las hospitalizaciones fueron la rutina de ese hogar, lo cotidiano día a día, año tras año.

Ese matrimonio apresurado, endulzado en Mocedades de Julio Iglesias y Roberto Carlos, formó una estrecha pareja como si fueran eslabones de una cadena que alguien fundió. Seguramente hay muchas historias como ésta, pero la que cuento es de una pareja que mantiene las puertas y las almas dispuestas a abrirse con generosidad y buena onda a quien se les acerca; en su casa, lo sabemos todos los privilegiados que contamos con su afecto, siempre han abundado los abrazos sinceros, la prodigalidad desbordada, los deleites y disfrutes de la risa, la música, la buena mesa, los tragos y la charla. En la casa de estos chicos que se hicieron adultos caminando de la mano, criando, estudiando y trabajando, nunca ha faltado tiempo para avanzar sobre la noche y sus desvaríos etílicos en instantes memorables de desenfreno en cantos y abrazos de madrugada.

Para quienes como yo nos gusta tanto el matrimonio que llevamos varios a cuestas, la proeza de Poncho y Patricia es digna de destacar. Porque, si 20 años no es nada como dice el tango, ¿40 qué vienen siendo? Toda una vida, sí, pero una vida (dos, para ser más precisa) a la que aun les quedan alas, alma y ganas. Bienaventurados los que saben amarse con paciencia, con complicidad y serenidad, que 40 años al lado de alguien debe ser lo más cercano a atesorar una verdadera compañía para la vida.