Vote a conciencia, ¡lea los acuerdos!
10:08 am 28-Agosto
Por: Richard Fredy Muñoz.
Twitter: @RichardFredyM
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Por estos días cuando muchos repiten, sin mucho análisis, los enunciados de los bandos a favor o en contra del plebiscito, me asaltan las imágenes de la guerra colombiana.
Una en particular me persigue sin tregua: la del guerrillero que vi morir a mis pies en el patio de una escuela rural en el Valle, mientras un enfermero del ejército intentaba salvarle la vida.
Como corresponsal de guerra del Noticiero QAP presencié muchas tomas guerrilleras y fui testigo de la secuela de destrucción, odio y degradación que dejaron los combates.
Perdí la cuenta de los cuerpos sin vida de soldados, policías, guerrilleros, campesinos, niños y ancianos destrozados por las balas y las bombas o amputados por las minas.
Hubo un tiempo cuando cada fin de semana nuestros muertos se contaban por decenas y los sepelios colectivos eran tan frecuentes que algunos no alcanzaban a quedar registrados en los noticieros.
De niño, cada salida de mi padre se convertía una noche de incertidumbre. Él era un sargento de la policía comandante de estación. Recuerdo a mi madre pegada al radio escuchando las noticias. Recuerdo los reportes de soldados y policías asesinados o secuestrados.
Recuerdo los disparos a los carros de los periodistas el algún olvidado ‘pueblito viejo’. Recuerdo las banderas blancas mientras gritábamos: ¡somos de la prensa! Recuerdo la angustia en los ojos de las mujeres campesinas que huían aterradas arrastrando a sus hijos pequeños porque a sus esposos los acababan de matar.
Retengo la imagen en el municipio de Calima Darién, Valle, de tres policías que se desangraban tirados en el piso y nadie se atrevía a socorrer. Nuestra llegada fue providencial porque al vernos el conductor de una ambulancia se arriesgó a auxiliarlos.
Fueron varias las ocasiones cuando la noche nos sorprendió en cualquier carretera destapada, a la intemperie, a la entrada de un caserío sin energía eléctrica, bajo la lluvia, escuchando el tiroteo encima de nuestras cabezas o los quejidos de algún moribundo entre la maleza.
Esa es la miserable guerra que durante más de medio siglo nos ha atormentado. La pesadilla que algunos, de una u otra manera, hemos padecido en carne propia, y que hoy queremos enterrar.
¿Buscan una razón para aprobar el plebiscito? Les doy un millón: el mismo número de colombianos que directa o indirectamente relacionados con el conflicto, fueron acallados por las balas. O los seis millones de desplazados. O tal vez, los veintisiete mil secuestros o los treinta mil desparecidos que nos dejó el engendro de la guerra.
Es fácil argumentar que a la guerrilla hay que acabarla militarmente, cuando no somos nosotros quienes ponemos los muertos.
¿O acaso alguien remotamente cree que el expresidente Álvaro Uribe enlistará a sus hijos o a sus nietos en el ejército para que presten el servicio militar obligatorio en la base militar Larandia de Caquetá; o en la Vigésima Segunda Brigada de la Selva en Guaviare?
No. Los muertos siempre han estado del otro lado. El combustible para la infamia del conflicto lo pusieron siempre los mismos: los campesinos. Niños y niñas humildes sin opción distinta a la de unirse a la guerrilla, al ejército o a los paramilitares. Hombres y mujeres a quienes les robaron sus vidas y sus familias. Media Colombia que apenas ha logrado subsistir bajo la amenaza de las armas.
Es la oportunidad de parar tanta brutalidad y de votar a conciencia por una ilusión nueva para el otro país que, aunque no lo crean, existe más allá de nuestras carreteras pavimentadas.
Sí, me identifico con muchos de ustedes. Esta decisión implica tragarnos demasiados sapos, pero a cambio, la otra Colombia tiene hoy la esperanza de quitarse de encima, al menos en su componente armado, ese lastre llamado FARC.
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