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Desde pequeño siempre he sido dado a tener buenos amigos. No eran muchos, en realidad, más bien pocos, pero esos pocos se erigían en aliados vitales a una edad en que tenerlos era un asunto de la mayor importancia. Entonces pasaba horas jugando con ellos, como si el resto del mundo gravitara en torno nuestro mientras deshacíamos la casa o gritábamos presos de la euforia por la calle. Después llegó la adolescencia con sus años intrépidos y sus continuas aflicciones, en la que mis amigos fueron definitivos para seguir adelante aunque no intuyera un horizonte despejado. En esa época comenzaron a aparecer en escena las amigas, aquellas mujeres a las que me aplicaba con una devoción casi mística, como si algo dentro de mí me alentara a comprenderlas, escucharlas, desentrañar con ellas las encrucijadas que asomaban su nariz en nuestras vidas, verlas arriesgar hipótesis sobre lo que me impedía a mí encontrar el amor y a ellas a descubrir versiones chuecas de él a cada tanto.
De alguna manera, por razones que no vale la pena detallar ahora, veía en ellas la proyección de una figura femenina protectora y afectuosa que no encontraba en casa. Entonces la relación con mis amigas en verdad era entrañable. Unos días las adoraba y al otro las veía con recelo, por no advertir en esas relaciones toda la dimensión de mis expectativas. No sabía, claro, que aquel fervor en la amistad con ellas me nutría el espíritu al mismo ritmo con que me alejaba de los caminos del amor. Eran los años de las alegrías desmedidas, de salir a ver en qué fiesta nos metíamos, de reírnos por bobadas colosales mientras comíamos puntas hawaianas en alguna de las casas, con ellas y también con dos amigos que más que eso parecían hermanos; era el tiempo de esperar a que la noche se extinguiera poco a poco, mientras dábamos cuenta de los azares del colegio o las tribulaciones cuando le dimos cara a la universidad, ese fantasma que había esperado por nosotros desde hacía muchos años.
Cuando los primeros novios asomaron en la vida de ellas, el distanciamiento entró con soberbia a trastocarlo todo. A mí solo me restó despejarle el camino para que entrara muy orondo en mis terrenos, atento a que no se fuera a tropezar con nada aunque dentro de mí albergaba la secreta esperanza de que trastabillara y se diera de jeta contra el piso. Me agobia la posibilidad de que esa nueva presencia arruinara lo que con tanto ahínco había construido con el paso de los años. Entonces no podía hacer otra cosa que esperar a que aquella sombra me hiciera un campito para meter mi cabeza y volver a hurgar en la cotidianidad de mis amigas. Pero no hay nada más frágil que aquella versión del amor que nos visita en esas épocas. De tal manera que no había más que aguardar con paciencia, agazaparse en un rincón o cerrar los ojos hasta escuchar el estrépito de su caída. Después la amistad recuperaba todos sus bríos, se sacudía de aquel embeleso momentáneo y seguía su dinámica cada vez con más ímpetu.
Los años han pasado y ahora esa fraternidad nos arropa de manera diferente. No hablamos mucho. Poco nos llamamos, pero disfrutamos como nunca aquellas ocasiones en que el azar confabula y nos reunimos de nuevo. Hablamos ahora de los agobios de la vida adulta, las certezas que poco a poco se han ido decantando y las incertidumbres que nunca han dejado de asomar su cara. Compartimos fotos de nuestros hijos por WhatsApp, memes que nos recuerdan aquellos años locos y audios con canciones que bailamos hasta el agotamiento. No supimos muy bien en qué momento aquel amor al que se esperó por tanto tiempo entró en nuestras vidas y engendró también preciosas criaturas. Tal vez lo hizo a hurtadillas, pisando despacio ante el convencimiento de que siempre había alguien dispuesto a ponerle zancadilla. O a lo mejor fue que arribó con una contundencia tal que hubiese sido necio oponerle alguna resistencia.
No sé qué siga de aquí en adelante. Vivir, supongo; disfrutar las etapas que vengan, asumir con entereza las alegrías pero también las congojas. En algún momento, ojalá dentro de muchos, muchísimos años, comenzaremos a morirnos. Solo espero que hasta entonces hayamos sabido permanecer tomados de la mano.
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