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Por: Araceli Muñoz
El «Libro del origen» de Víctor Rivera es ciertamente el viaje a un origen que se abre camino por un sendero dialéctico y fundamental: el de la poesía antes de todos los tiempos, en el que un yo poético se entrelaza y complementa con su hermana la naturaleza, ambos como artífices de su propia existencia; antes o después de cada mutuo reconocimiento, donde no hay tiempos biológicos ni lineales, mucho menos conceptuales, todo corresponde a la ancestralidad en sí misma, a un origen común y trascendente, poético y descomunal en su diálogo consigo mismo a través del contacto orgánico y cognitivo del «Ser» reflejado en el poeta, en coexistencia quasiperfecta en su camino hacia un encuentro generoso, transparente, diáfano, sublime, en conjunción casi algebráica con el cosmos.
Le interesa leer… ‘Editorial: A disfrutar de ‘Popayán Ciudad Libro 2018’
El poeta ya existe en esencia en una naturaleza re-nombrada posteriormente por él, cuando éste reconoce formas y sensaciones, cantos y colores; el agua, la piedra, el aire nombran a la poesía en su existencia orgánica y el poeta la deviene lenguaje, la poesía ya está presente en su ausencia y el hombre la redime para dar vida a sus ancestros. Las palabras toman forma, acaso un significado, volcado en un yo poético, alimentado, extasiado por los elementos que lo han visto transfigurarse y a los que era necesario nombrar. Pero en Víctor Rivera, las palabras no nombran a la naturaleza, es ella quien les da nombre a las otras, en un sueño primero donde le dicta al poeta la continuidad de ese orden cósmico, atemporal e inmanente.
Y así como la poesía está presente en ese devenir primigenio anunciado por el poeta, la música coexiste en su esencia primordial y conjunta. Música y poesía no pueden separarse. En El libro del origen, dicha música recobra el lugar que le pertenece desde esos tiempos ancestrales. Toda la armonía, en el sentido lato de la palabra, es percibida por el poeta en su más franca sensación; la palabra surge anunciada por esos pájaros, ríos y acantilados como artífices de sus propios acordes para que el poeta las transcriba en el pentagrama imaginario del lenguaje.
Porque la música está en las palabras mismas, más allá de su significante, es el canto poético el que se desprende de la lectura y revolotea por los aires hasta desvanecerse en el devenir de cada escucha y de cada lector, que al darle vida, surgirá a su vez con una nueva sonoridad interpretada con el instrumento que le sea propio, el de su resonancia más profunda; un acorde poético o una poesía armónica tomarán forma, fondo y sentido, será música atemporal y poesía ancestral. Cada vez que entonemos la lectura, deveniremos música y palabra, escucharemos nuestra frase melódica, poética y única, en armonía perfecta con las poesías de Víctor Rivera.
Selección de poemas
De: «La montaña sumergida». Gamar, 2011
Altamar
…..las mareas estremecidas bailarán airoso otro
plazo, otro ritmo sanguíneo más fresco,
lo que por contradanza hará
que el hombre entre en su humus de una vez y sea
más humilde, más
terrestre.
Gonzalo Rojas
I
Siendo una promesa guardó silencio,
y presintió su ciencia derrocada.
Vio que la ciudad llegaba a su fin,
pero se contuvo porque sus habitantes no morirían de sed,
esa costumbre de ser áspero cactus.
El árbol de palabras desde hace tiempo se venía derrumbando,
hasta quedar el huerto desnudo a plena lluvia.
De claro en claro frente al azul inhóspito,
fue la voz del espacio el fin del agotado lenguaje.
II
Contestaré a los llamados
con la misma constancia de las olas,
aunque nada tenga que decir.
¿Quién al ver el mar no quedará inmerso
para guardar sus razones?
El elemento habla por mí.
Soy la condición temporal de mis hermanos,
el agua de sus emociones,
el diluirse sin término de su anatomía.
¿Quién dará la espalda desde una muralla
que ya el tiempo corroe y la sal ha empezado a sitiar?
IV
Lentamente sales del mar cuerpo mío.
Alguien llama.
La voz en la superficie
no comprende tu nuevo oficio entre corales.
Y sales a flote pez azul, palabra mía,
dices tiempo de ser aire,
dices hora del lenguaje entre los hombres.
Y como Venus
te ve nacer la espuma y el corazón ciego.
Abres las aguas corazón mío,
ahora puedes abrir la puerta,
solamente,
a quien sepa hablar con la calma de un universo que respira,
y lleve en los ojos el signo de haber visto el mar durante horas.
V
Ola tras ola tiendo cuerdas de espuma
que recorrerán la casa con la propagación de su sonido,
hasta que se derrumben los cimientos
y quede sólo el invisible cordel de la noche marina.
Aquietado por el ritmo de esos puentes que revientan en sí mismos,
dejo ir esa carcasa que entrego al agua como alimento,
y parte sin dueño.
Un instrumento se me ha otorgado a cambio,
su música ya me pertenecía,
las antiguas vibraciones recorren de nuevo mi caja de resonancia.
VI
Cuando estuvo a punto de cerrarse el círculo de la noche,
a la soledad marina que se consumaba
llegó la lámina de un relámpago.
Lomo de pez
que acercó la honda corriente.
Hizo mover al nadador hasta la playa
donde las fragatas batían el aire que acercaba la voz de los bañistas.
Con su cuerpo aún mojado recogió las noticias
y el incendio del cielo amarillento quemó los ojos
que ya pedían una nueva inmersión.
Cruzados por la densidad de lo salobre
en su antiguo recogimiento de meteoros que caían a la profundidad.
De: «Libro del origen». Praxis, 2017
Obsidiana
……y tienen la misma sonrisa antigua
Que tuvieron para la primera mirada del primer hombre
Que las vio aparecidas y las tocó levemente
Para saber si hablaban….
Fernando Pessoa
II
Intentas el sonido con que caen las espigas a la tierra.
Buscas la arcilla con qué hacer el instrumento
que te de la imitación de lo que al aire se acerca.
Sin conocer el acento que devuelve
el orden de las lluvias,
haces tu creencia de llamar al agua
con una música que se le parezca.
Trabajas con nuevo material
lo que desde un comienzo se hace antiguo:
incompletas melodías de un collar
como la sombra de las palmas
en la mar que recomienza.
Pero el misterio sobrepasa toda imitación
y te sorprendes tan vacío como una costa virgen,
mientras el jadear de tus potros hace surcos,
moviendo pájaros que vuelan al paso.
Algún día bajo los guijarros,
encontrarás la canción con que poblar la noche,
en la ignota tierra de los mares y las selvas.
III
Si buscas lo semejante a la primera noche de tu cuerpo,
acude al sesgo de la hierba
que oculta la pupila de los corzos,
al velo que esconde la mirada
en espera de conocer lo nunca visto:
Horas de silencio
en que sólo por partes
se entrega cada presencia.
Tiempo de nacer al agua,
a los ríos que llaman
para ser tocados.
En barcos que por primera vez experimentan
el espejo de los mares,
haces los vértices de tu efigie,
la libertad de tu velamen,
hoja minúscula,
sobre el cristal más frágil de la tierra.
Lo semejante a la primera noche de tu cuerpo,
está en todo lo que puede dar una bandada de pájaros,
en una galería de huellas y de sombras
que te recuerdan el momento de ceder tu palabra
ante lo que no conoces.
V
Nada sabes si desconoces el gesto
con que las hojas se acercan a tu mano,
como tu mano al péndulo del fruto,
atraído el elemento por el elemento.
Nada sabes si no atiendes
la conversación de los árboles,
ni el verbo antiguo de los líquenes
en sus silabas lentas.
Ignoras el callado vuelo
y el canto que anuncia
otras maneras de transitar la tierra:
Por los espacios marinos
la brújula que guía el ala del albatros,
es la que mueve el cardumen
que en la rada representa
la danza de los bañistas.
Ignoras en el reino del aire,
otras maneras de esperar la noche,
la plenitud lunar en el cuarto de las vírgenes,
el beber del ciervo en su fuente de sed elemental.
Tú que pasas hollando las praderas,
tú que apenas conoces
otras formas de hacer un eslabón de oro,
aprenderás con el tiempo
a ser espiga y oquedad,
el estrato en que los musgos inicien
su fermento laborioso.
VI
La historia de los nombres se reúne en lo que tocas,
y la letra con que señalas al valle de Anáhuac
se debe a una lenta acumulación de sedimentos:
el nombre Lirio y el nombre Azor
sólo con tiempo han reunido vuelo y blancura,
bajo los glaciares y el légamo.
He aquí el secreto de porqué las cosas resuenan si se nombran,
de porqué los juncos se inclinan al oído
que por primera vez escucha
su conversación con el viento.
La historia de los nombres está en lo que tocas,
en el collar de reliquias que queda de la vida que apagas,
en el bisonte que expira bajo el filo de obsidiana,
y rezuma en su estertor una estampida de siglos.
Aunque ignores cuánto le ha costado al tiempo
hacer la coreografía del cardumen,
cuántos nombres se han hecho
con el azul que sostiene el sueño de las ciudades,
en la gota de saliva está la sal de los océanos,
en la vela que enciendes el sol de los espacios.
Bendición de lo leve
Perdido en el sol de tu trigo
el segador escucha
el jilguero de alas blancas,
en el sol de tu trigo,
el oleaje del puerto,
brisa marina entre los dedos,
noble espiga de cuello suave.
Desde la copa de tu sueño
parte el navegante,
con una oración para la furia de los mares,
con una bendición para los barcos
que apenas rozan el agua,
tú que apenas tocas la sal,
pluma de las tempestades,
en ti que ya se posan las aves,
en ti que ya se pierde el peso de la carne,
carne de tu carne.
Brisa marina entre los dedos,
noble espiga de cuello suave,
sumerges el mundo
bajo la lentitud de tu parpado,
y nadie huye de ti,
y tú no huyes de nadie,
por el hecho mismo de ser elemental,
carne de tu carne,
junco primitivo de las estaciones.
Nocturno
En la región donde bebe el tigre junto al ciervo,
en el abrevadero de las sales
donde el cazador renuncia a su presa,
escucha el ruido manso de los belfos,
y permite que te tome para sí la piel manchada,
luna de los tigres
y su reinado de salvaje inocencia.
Monta el ciervo que enmarca la noche con sus astas:
no temas perder en su cabalgar el astrolabio, el sextante,
o la brújula coleccionada en un anticuario de Londres.
Encuentra la manera de abrevar con las creaturas,
y sigue el canto del guía primitivo,
el aceite de sus lámparas,
la paloma que en la noche resplandece.
Permite que te tome para sí la piel manchada,
y sé la levedad con que los tigres viajan
en la penumbra de saetas florecidas.
Cazador de los que ya no hay allende a las orillas.
Antigua música
Hubo un tiempo
en que reposaste tu cabeza,
como una garza en su plumaje,
escuchando la música de tu propio cuerpo.
Hibernabas sin saberlo
en el refugio de tus órganos,
como una animal que se prepara para vivir,
haciendo lento
el compás de sus latidos.
Escuchabas las réplicas de un mundo subterráneo
que desde el fondo miraba
la humana correspondencia.
Fueron las cuerdas
de ese laúd suspendido
dentro de ti mismo,
lo que te hacía frágil
e invencible,
sensible al más mínimo acento
traído por el aire.
El hacedor de sonidos
¿Qué arpa marina
derribó con su música el peñasco
donde tantas naves estrellaron su quilla?
¿Qué instrumento quitó la herrumbre del áncora,
volviendo la nave al trato directo con el mar,
a la sal que hizo fuerte y ligero
el hueso volante del albatros?
¿Qué obrero esculpió la mirada obstinada
en el mascarón que bifurcó lo ultramarino?
¿Qué mano hizo el vientre de la roca,
huevo habitado
prehistórico e inefable?
Desconoció el hacedor la música que inventaban sus manos.
Desconoció el obrero el sol encendido por sus brazos.
Como el ave que ignora quien la escucha
y entrega su canto a la piedad de los hombres,
el hisopo ciego que detuvo
el universo derramado por la herida.
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