Una nota sobre Salvador Dali

VÍCTOR PAZ OTERO

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Semanas antes de su muerte, acontecida en el año de 1998, la imagen esquelética y moribunda de Salvador Dali evocaba de muchas formas la del fantasmal caballero de la triste figura. En el uno como en el otro la enigmática y privilegiada lucidez de haber comprendido y descifrado un mundo parecen querer clausurar el adiós definitivo para fugarse a esa eternidad sin tiempo y sin olvido donde necesariamente la memoria de los hombres y de la historia terminaría por instalar el plural y desconcertante significado de sus vidas y de sus obras.

Antes que pintor alucinante y alucinado, Dali escudriñó los secretos soportes que más allá de la razón y la lógica sostienen el precarios andamiaje de muchas de las realidades del universo. Dalí fue uno de los últimos visionarios de una época que aspiró vanamente a buscar y lograr otra tentativa de reconciliación entre el hombre y el mundo, entre el sueño y la vigilia, entre la razón y la magia.

Cuando ocurrió su muerte inexorable, fue como si se agotara un luminoso y desquiciante ciclo de creatividad, toda una época de renovación, búsquedas y deslumbrantes hallazgos, encuadrados bajo ese concepto perturbador llamada surrealismo. Concepto, estilo y propósito que significó para la conciencia atormentada y desgarrada del siglo XX un nuevo punto de esperanza y de partida para la siempre errática y maltrecha condición humana.

Dali, tanto por sus obras como por sus audaces y desconcertantes gestos vitales, encarnó más que ningún otro ese angustioso y ambicioso proyecto de abolir una forma de realidad inconclusa y vacilante, a la cual se acoge la civilización de nuestros siglos recientes, quizá solo para imponernos una forma casi única y totalitaria de interpretar y actuar en el mundo: las formas racionalistas. Por eso sus figuras y sus paisajes alimentadas de color y de sueños, articuladas por insólitas referencias, nacidas del deseo y de la magia, rescatan esos universos de asombros que esta civilización racional y utilitaria acabo expulsando o aniquilando en el alma de los seres contemporáneos.

Su obra, como su vida, es una metáfora contradictoria y fascinante de nuestro enloquecido tiempo. Fue un hombre de quien bien puede decirse que padeció el privilegio de perder con frecuencia la razón para tener el derecho de merecer la lucidez.

Su a veces escandalosa biografía se encuentra plagada y colmada de anécdotas aparentemente desconcertantes y desmesuradas, que no son por supuesto, el culto extravagante a una superficial excentricidad, ni a un intento mezquino y ridículo de mantener viva y vigente esa opaca deidad de la popularidad y de la fama. Por el contrario, es una afirmación de algo que necesariamente tiene que resultar incomprensible a una sociedad dolorosamente domesticada y masificada: la nítida singularidad de una personalidad hecha de talento y diferenciada por el genio.

Hacedor de una obra deslumbrante y magnifica, que desde tiempo atrás, es patrimonio enaltecedor de la mejor cultura humana. Salvador Dali, en la que fue su lenta y agobiante agonía, al morir dejó para el deleite del espíritu humano una nueva perspectiva Y UNA NUEVA MIRADA PARA INTERROGAR Y COMPRENDER los universos poblado de oníricas certidumbre y de metafísicas revelaciones que son lenguaje y son conocimiento acerca de las realidades nunca exploradas por las limitaciones excluyente y limitadoras de la prepotente racionalidad que pretende gobernar al mundo. Su obra de artista auténtico y verdadero, anticipa a partir de la imaginación, los aparentes enigmas del tiempo y del ser del hombre en el escenario pluridimensional de la historia y la cultura. Nos legó su método CRITICO-PARANÓICO. Talismán de sorpresas, que nos invita y nos incita a no tener nunca piedad para los que exploran las barreras de lo irreal.