GLORIA CEPEDA VARGAS
Como reconocimiento a los cien años del “compositor más emblemático de Colombia”, el último número de la revista Semana trae un perfil de José Barros escrito por Alberto Salcedo Ramos, con diez versiones diferentes de “La piragua” en las voces y estilos de Carlos Vives, Andrés Cepeda, Chabuco, Fonseca, Adriana Lucía, Toño Arnedo, Monsieur Periné y Herencia de Timbiquí.
Son diez maneras de echar al agua esa piragua trashumante, una de las más perturbadoras composiciones de José Barros, el Caporal del Río, autor de una gama retadora donde la música popular latinoamericana se ajusta las alpargatas para bailarse el mundo: porro, ranchera, bolero, bambuco, danzón, pasillo, vals, tango, vallenato, currulado, cumbia…
El aire salobre de El Banco, lugar donde nació el 21 de marzo de l915, lo enredó desde chico. Limpiabotas, cantor callejero, parrandero de oficio y por encargo, Perú, Ecuador, Chile, Brasil, México, le enseñaron sus marrullas y sobre todo, sus desenfados musicales. Fue ciudadano del mundo sin perder el sello que lo enorgullecía: colombiano de pura cepa, compadre de sus manglares y silbador de sus tristezas. “El mejor compositor del mundo”, según Agustín Lara. Maestro, paisano, compañero y compositor insuperable para todos los que de una u otra manera llevamos a Colombia en el calcio de los huesos.
Esa piragua que “tachonada de luz y de belleza” navega, encalla y vuelve a zarpar desde todos nuestros pueblos ribereños o ciudades de montaña, fue para mí la más evocadora imagen de una Colombia casi siempre lejana. Cuando el aroma de las hallacas navideñas bajaba resbalando por las faldas de El Ávila y se metía por las ventanas caraqueñas invadiendo la mesa del pobre y el rico, la piragua de José Barros me navegaba entera. Era el son desafiante de nuestras historias, la levadura mulata que nos crece por dentro. Ese toque en bandolera donde grita el origen y se escurre la sangre de los alumbramientos orogénicos, los estruendos fluviales, la sal que nos invade desde el costado a la cabeza.
Ignoro por qué esta cumbia me traía las navidades de la infancia. No habla de pesebres, arbolitos o nochebuenas suculentas. Para nosotros, los colombianos mediterráneos, el Caribe es una franja lejana. Sin embargo, esa embarcación con terribles Pedro Abundias a babor y majaguas sudorosas sobre el remo de chachajo, tenía el poder de traerme en una sola ráfaga, un tiempo de chirimías y aguinaldos ya para siempre anclados en la memoria del corazón.
Quizá se trate de esa voltereta transmutadora que nos enseña a vadear el futuro. O de ese duende que acecha al peregrino en los caminos solitarios. Como toda pincelada de arte verdadero, esta cumbia rítmica sin desbordamiento, metáfora donde la estrella y el agua universal se dan la mano, es una de las más bellas expresiones de la esencia sincopada del Caribe colombiano. Ejemplo de lenguaje decantado, se alza para enseñarnos cómo nuestra Colombia cambia de piel como la serpiente, posee voces, colores, rangos y multiplicaciones que a veces no entendemos. Es pasado, presente y hasta futuro si el tiempo lo permite. Guerra, asalto en descampado, heroísmos no escritos, orfandades y altruismos. Por eso esta piragua perteneciente a un hombre que con el apelativo de Guillermo Cubillos, quizá no existió nunca, a más del placer que daba a mis sentidos, me traía todo lo que necesitaba para volver a ser feliz.
Es la misericordia del recuerdo. Esa duermevela donde cabe entera la magia del ensueño. Colombia navegando en el cielo estrellado de Caracas cuando la navidad se me partía en dos como las dos mitades de una naranja prehistórica que no pueden vivir la una sin la otra.
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