GUILLERMO ALBERTO GONZALEZ MOSQUERA
La muerte, con zarpazos inescrutables, escoge a sus víctimas sin reparar en los vacíos que deja o en las lágrimas que se vierten por quienes sienten heridas profundas en el alma. Además, del entorno íntimo y sagrado, está la laceración de la sociedad que extrañará los días luminosos en que se alumbraba con una palabra, con un trazo, con un gesto indispensable para conformar los días que se suceden sin descanso.
El pintor Hernández era un hombre esencial y sencillo, que había adoptado el “puntillismo” para aportar vigor y color a sus obras, que basaba en numerosos casos en los personajes históricos que lo rodeaban: el Libertador Simón Bolívar, Manuelita, el Sabio Caldas, soldados y personajes históricos que ataviaba con sombrero criollo, para acercarse más íntimamente a ellos como seres humanos, diferentes a los jinetes de los caballos helénicos, semidioses del Olympo de la independencia. Lo acompañé a exhibirlos en Quito, en salas a veces incomprendidas pero siempre admiradas por esa labor constante y discreta que realizaba el artista, creador de su obra figurativa, sin sombras, ni veleidades. En otras oportunidades, daba forma a maderos viejos y musgosos con hojas y tallos que recogía al azar para pegarlos en sus ejes verticales, leñosos y lacerados por el tiempo.
Vivió su vida con entusiasmo y humildad. Su escuálida figura, siempre al lado de su mujer, era indispensable en las tertulias, en las exhibiciones y en cuanto acto cultural se programaba en esta ciudad que había escogido para taller de su obra. Hará falta cuando se llame a lista a quienes moran y trabajan aquí para plantar raíces. En nuestras bibliotecas quedan los rostros abultados, de ojos saltones, mirando el devenir del tiempo dentro de su transfiguración lírica.
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