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Por: Juan Carlos Pino Correa
www.comarca.com / Universidad del Cauca
A lado y lado de la carretera hemos visto muchas casas caídas, muchos ranchos abandonados. Yo me acuerdo de aquel pasillo que me enseñaron en la primaria y que con sus acordes se grabó indeleble en mi mente: “Ya no vive nadie en ella / y a la orilla del camino silenciosa está la casa…” Pienso si tendrán el mismo destino que en la canción estas construcciones de bahareque y si sus puertas y sus ventanas se han cerrado para siempre. Quizá la miseria y el abandono de esta región mataron la alegría y el bullicio y obligaron a sus habitantes a irse sin rumbo fijo, intentando creer que más allá de estos cerros hermosos había un futuro donde recuperar la vida para sus almas. En los cafetales de otras tierras donde se convertirían en recolectores. En otros pueblos donde el jornal no fuera de risa. En algún lugar donde el estudio se hiciera realidad para los hijos. En el espejismo de que las ciudades les dieran algo más que un trabajo en construcción, reciclaje y empleo doméstico o los salvara de la ignominia de la mendicidad y la prostitución, o de la maldición de la delincuencia. Lo cierto es que, ahora, sobre algunas puertas de madera rústica y carcomida se ven unos candados invadidos de óxido o simplemente un lazo delgado y podrido que une dos argollas mohosas. Acaso el cerrar aquellas puertas y asegurarlas de cualquier modo no entrañe un sentido de propiedad privada y solo sea una manera de llevar en bandolera la esperanza de un regreso. La inclemencia hará que en algún momento los recuerdos vuelvan sobre el patio de tierra, sobre el naranjo florecido donde en las noches se resguardaban las gallinas y sobre la veranera que embriagaba con su aroma. Y habrá llanto y dolor, sin duda. Y entretanto, el paso de los días irá carcomiendo más y más aquellas casas, estas casas que ahora vemos al pasar y que un viento de verano podría echarlas abajo para siempre.
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A veces alguien levanta la mano en la carretera o en algún pueblo, señal inequívoca de que necesita transporte hacia un sitio en el trayecto en el que vamos. Hoy es así, en la plaza de San Miguel. Cuando nos detenemos, un hombre de camisa roja y sombrero blanco se acerca y me pregunta muy respetuosamente si lo podemos llevar “hasta acá arribita”. Yo le digo que sí. Entonces él levanta la mano y desde la esquina vienen corriendo dos muchachas, dos niños y un perro negro. Todos se acomodan alegres en el platón de la camioneta.
Cuando tomamos carretera yo no dejo de mirar por el retrovisor porque me llama la atención la alegría de aquella familia. Los veo reír, hablar, cantar a grandes voces incluso. Tanta camaradería me hace preguntarme en silencio: ¿qué ha sucedido en sus vidas para que todo hoy sea esplendoroso? Y aunque no lo sé, y nunca lo sabré, me alegro con ellos. Si hubiera más motivos para que la gente de este Sur riera y se alegrara, para que supiera que pese a tanta desolación hay esperanzas, la vida de por aquí florecería de otra manera.
De tan felices, yo quisiera que estos minutos de viaje fueran eternos. Pero…
Mis cavilaciones se ven interrumpidas porque de atrás me gritan que me detenga, que es aquí donde se bajan. A un lado de la carretera hay una casa pequeña, austera, de ladrillo sin repellar, y una mujer de pie en la puerta que hace evidente su alegría cuando ve quiénes han llegado. El hombre de la camisa roja y el sombrero blanco se acerca por mi lado de la ventanilla y me pregunta cuánto me debe. Yo le respondo que nada, que fue un gusto acercarlos. Él sonríe y agradece mascullando algo que yo no entiendo. A su lado, está uno de los dos niños: todavía sostiene en sus brazos al perro al que acaba de ayudar a bajar del carro.
—¿Cómo se llama el perro? —le pregunto.
Hay una risa de picardía que hace que el rostro se ilumine con un nuevo fulgor.
—Tiene dos nombres —dice.
—¿Dos nombres? ¿En serio?
—Sí
—¿Cuáles son?
—Se llama “Negro”, pero también le decimos “Niño”
—¿Por qué? —pregunto yo, pese a que sé que la respuesta es evidente.
El niño ríe de nuevo y alza los hombros queriendo decir con ello que no sabe. Luego se va corriendo al lugar donde lo espera su familia.
Yo también me río y levanto la mano en señal de despedida. Cuando vuelvo a arrancar me pregunto de nuevo por los motivos que han erigido hoy la felicidad de esta familia humilde. Y, lo mismo que hace un rato, quisiera que para ellos estos minutos fueran eternos.
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Miro San Sebastián desde la capilla de la Virgen de Fátima y disfruto de la vista del puente de madera, de la uniformidad de las fachadas pintadas de blanco con zócalos verdes y de los tejados pardos donde se esconden juguetonas las palomas. Solo unos pocos techos son de otro color, principalmente el de la galería, de un ocre ladrillo. Desde aquí la población parece acurrucada y somnolienta, como si se hubiera acomodado a gusto en medio de las montañas para protegerse de algún viento helado proveniente del páramo. Es posible que sea así porque el clima se hace agradable, de un fresco embriagador.
También desde este altozano puedo ver algo que me sorprende sobremanera: un cementerio casi huérfano de tumbas. Al menos esa es la impresión que se tiene desde aquí. La capilla de aquel cementerio conserva el blanco, el verde y el tejado pardo. Hasta su puerta se llega por un sendero encementado bordeado de pinos de poca altura. Los límites del camposanto se levantan con muros albos coronados con teja. Por sobre ellos se elevan, desde afuera, unos árboles raquíticos cual si fueran centinelas de esas pocas tumbas blancas o azules que están dispersas en tierra sagrada, o como si fueran fisgones de algún asunto tremebundo que sucede allí adentro y solo ellos pueden ver.
—¿Será que aquí no se muere nadie? —pienso en voz alta señalando con el dedo ese espacio despoblado de vivos y casi despoblado de muertos.
—¡Nadie! —contesta mi padre con contundencia.
María Fernanda y yo volvemos a mirarlo con extrañeza. Entonces él dice, medio en broma medio en serio, que es vox populi que para inaugurar el cementerio de este pueblo tuvieron que traer un difunto de otro lado porque después de esperar muchos años nadie fallecía aquí. Nosotros reímos tímidamente la gracia aunque sabemos de sus dotes para la exageración.
—Es probable —digo yo después—. Si no hay vivos, pues no hay muertos.
Me atrevo a afirmarlo porque en las varias veces que he venido a San Sebastián las calles han estado solitarias y desoladas, sea de día o de noche, y cualquier visitante desprevenido puede creer que es una especie de pueblo donde no vive nadie, una creación rulfiana. Cuando lo menciono, porque por su extrañeza nunca dejo de hacerlo, mi padre asegura que así ha sido desde que tiene memoria.
—Es para morirse de tristeza —sentencia.
Lo de pueblo fantasma lo dicen también otras muchas personas que conozco y, de tanto decirlo, esa afirmación se ha convertido casi en una verdad de a puño. Así, no es raro que la imaginación me desborde y a borbotones se me vengan mil imágenes a la mente. Quizás aquí no necesitan cementerio porque al amparo de la casa y de sus rincones penumbrosos los hombres y las mujeres envejecen sin afán hasta el día en que, como Juan Preciado, no pueden soportar tanto murmullo que viene de otros tiempos y se quedan vagando silentes en los confines de la eternidad.
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