ROBERTO RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ
La filosofía liberal y el pensamiento europeísta que acá hemos asumido como “natural” parte de una concepción negativa de los seres humanos, a los que proclama como individuos soberanos pero egoístas y violentos, guerreristas que necesitaron de un contrato social que los obligara a restringir sus propias libertades para poder seguir viviendo. Es decir, solo apelando a la fuerza de un poderoso poder artificial – el Estado- podría construirse la convivencia humana. La represión antes que la razón.
A cambio de los poderes que se le otorgaron, ese monstruo se comprometió a legitimarse (ganarse el respaldo ciudadano), y a que solo él lideraría las luchas por el progreso y el desarrollo de las personas, y además se asumió las tareas de generar las indispensables seguridades jurídicas y las identidades culturales de cada grupo humano. Todo ello –nos dijeron- se lograría siendo imparcial.
¿Qué balance podemos hacer de este acuerdo?
Se desconocieron las dimensiones colectivas de los seres humanos, se negó la existencia de pueblos y comunidades con derechos, y de la naturaleza igualmente con garantías.
Se desencadenó una “crisis global” de dicho contrato social, en cada país, como lo enseña el Profesor Boaventura de Souza, 2001, básicamente por no haber cumplido con los compromisos, objetivos y obligaciones.
Finalmente, la visión neoliberal del Estado, con su fanatismo individualista, acabó por liquidar el convenio. El respeto exclusivo al inversionista envió al Estado a un segundo plano, a entender lo institucional como algo mínimo y reducido al plano de la seguridad policiva y militar. El mercado es el que pasó a ocupar la dirección central de la sociedad, esta vez imponiéndose.
Tenemos ahora un “liberalismo fuerte” que cierra las fronteras a los inmigrantes pero las abre a los negocios privados globales, y eso solo mientras sean rentables. Mantiene leyes fuertemente punitivas e intervenciones armadas ante quienes se opongan. Impulsa grandes planes de defensa estratégica, obedeciendo a intereses extranjeros. Sostiene una economía exclusiva y excluyente.
Sin embargo, esta fuerza discursiva no puede ocultar que sus regímenes políticos son ineficientes e ineficaces como se ha probado a lo largo de estos años en todos los continentes. Colombia y el sur-occidente no son excepciones sino muestras de esa regla general del fracaso estatal.
Creer en la vigencia de un mercado y de un Estado en los que solo imperen las “guerras de todos contra todos” es hoy insostenible. Pero, es lo que campea y se enseña en nuestra región, sin imaginar o entender que existen otros caminos y mecanismos para salir de las “guerras híbridas” en las que muere nuestra gente.
Necesitamos unas instituciones realmente democráticas, con Estados fuertes para las soluciones de los problemas sociales, y unos mercados incluyentes, justos y sanos que satisfagan las necesidades humanas. La seguridad que requerimos es de tipo humano, para el buen vivir, para vivir sin temores, para vivir otorgando más importancia a las comunidades que a los gobiernos. Eso se puede lograr.
La democracia real debe ser el verdadero emprendimiento social, sobre la base de los derechos territoriales, con instituciones propias, sin burocracias eternas, con enfoques de resolución de problemas, autogestionando las economías y las formas de pensar y de estructurar las sociedades. Valorar los poderes comunitarios implica salvar a los Estados, las Sociedades, y aún los Mercados (redistributivos), por supuesto, colectivamente, sin idealizar a los dirigentes y líderes como “salvadores”.