“Si la estructura material de una vivienda no aguanta más el usuario o dueño debe cambiar de casa, repararla totalmente o volverla a construir; continuar habitándola, apaciblemente, como si no existiera riesgo alguno, es una locura”
El autor de la frase es un amigo abogado, psicólogo y constructor, que no sólo conoce de urbanismo sino que sabe, con propiedad, acerca del papel que ha desempeñado la racionalidad arquitectónica, desde Roma y Atenas hasta nuestros días, en las relaciones de dominación, en otras palabras: en las relaciones de poder.
Intentemos observar, acudiendo a la metáfora de la vivienda, cómo operan los constructores de la conciencia social y política de los colombianos para que la “Gran Casa de Colombia” mantenga sus imagen de mansión agradable, democrática, protegida y protectora.
Se trata, simplemente, de que al mirarla desde adentro y desde afuera no se vean fracturas, grietas y goteras; de esa manera la vida, la convivencia y hasta el sueño resultan tranquilos; el insomnio deja de ser una catástrofe y el desastre resulta improbable.
Y si cambiar o reformar sustancialmente “La Gran Casa de Colombia” resulta supremamente oneroso, según los cálculos políticos y económicos hechos, desde dos centurias, por los grandes propietarios de la maravillosa morada nacional, el método arquitectónico menos costoso para modernizarla consiste en hacerle estéticas reparaciones.
Pensar que a “La Gran Casa de Colombia” ingrese salud gratuita, educación gratuita, vivienda gratuita, cultura gratuita, igualdad de género, sistema financiero equitativo, recreación masiva, equidad laboral y deporte gratuito va contra la lógica del poder consagrado, tanto que lo más sensato para sus dueños es maquillarla.
Lo recomendable, en la formación de falsa conciencia ciudadana, es tapar las grandes y severas grietas sistémicas que se divisan en las paredes, vigas y columnas.
En esa perspectiva, la masilla y la lija tienen el pasmoso poder de hacer milagros, devolver la confianza perdida y eliminar el miedo, que también existe en la arquitectura… del poder, de tal manera que la superficie quede lisa y no se note, ante los ojos de propios y extraños, el deterioro material y la marca visible de los terremotos sociales y políticos.
“La Gran Casa de Colombia” necesita reparación urgente han dicho los patrones y dueños de la Esquina de América del Sur, para que sigamos conservando el privilegio de ser ¡el mejor vividero del planeta!
Y, naturalmente, los cambios deben realizarse con asesoría del Fondo Monetario Internacional, que acaba de recibir una paliza en Grecia, y la participación protagónica de todos los moradores y vecinos, como se dice en las campañas partidistas, para pintarla a gusto del pueblo y dejarla estéticamente habitable.
Se dirá, para que no desaparezca la ilusión democrática y se involucren sus ocupantes en la reparación, que no se trata solamente de renovar el enmasillado viejo, ni tapar agujeros, ni cambiar las ventanas rotas y los techos desgarrados por el tiempo y los tatucos de las Farc.
Los dueños de la inmobiliaria nacional procurarán que todos participemos en la tarea de estucar y pintar, “reparar la plomería urbana y rural”, mejorar la calidad de vida y hasta la forma de extraer el oro y el petróleo en el patio casero, haciendo alarde sobre la necesidad de instalar detectores de incendios, cacos, ratas y cucarachas que, con la técnica de cuadrantes y alertas tempranas, anuncien cuando en “La Gran Casa de Colombia” las mafias burocráticas incrustadas en el Estado y las de afuera, intenten desvalijar las regalías y el billonario presupuesto que exige el postconflicto.
Múltiples serán las jornadas para pintar con variados colores la “Gran Casa de Colombia”, que no las registraremos en esta columna, por cuanto son especialidad de científicos que conocen mejor los efectos físicos y psicológicos de los colores que controlan políticamente las emociones urbanas y rurales.
Ya presagiamos, sí, que no habrá réplicas puramente rojas de la “Gran Casa de Colombia”, ni mucho menos azules, pero no es descartable que, para incentivar la tradición y los ambientes hogareños, se coloquen en lugares visibles dispositivos simbólicos, rojos y azules, con el fin de pregonar que allí reposa el espíritu de Olaya Herrera, Jorge Eliécer Gaitán, Ospina Pérez o Laureano Gómez.
Tendremos, en las romerías regionales y locales de octubre, colores variopintos, blancos, bipartidistas y grises, -lánguidos, melancólicos y sombríos-, como los tétricos colores de de la movilidad y el desarrollo de Popayán y el Cauca, e incluso, ya se escucha el rumor de que hará presentación nacional el color violeta, símbolo de la humildad y el desprendimiento, utilizado por candidatos que invitarán votar con el siguiente eslogan para pintar la casa estatal de sus afectos:
“Que Dios nos libre de meter la mano en el tesoro público y si por desgracia lo hacemos, que Él y la Justicia nos amparen: robaremos poquito”. Buen fin de semana.
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