GUILLERMO ALBERTO GONZALEZ MOSQUERA
Sería ingenuo manifestar que los últimos acontecimientos en el mundo y en Colombia, dan para el optimismo y para sentir que no nos impactan las malas noticias que a diario nos presentan los medios de comunicación. 149 personas, entre ellas dos colombianos y uno perteneciente a reconocida familia de Popayán, perecen en un asesinato masivo que tiene como causa la depresión de un copiloto enfermo que decide suicidarse en los Alpes franceses, llevándose en su macabra acción a dos centenares de personas ajenas a su drama íntimo. Y aquí en nuestro país, la justicia pasa por sus peores momentos históricos, desistucionalizada y sin la confianza pública para cumplir su misión. La Corte Constitucional que debería ser la insignia del sistema, la más alta y pura entre las dignidades nacionales, muestra una corrupción sin antecedentes, con amiguismo y ausencia de ética que no sólo toca al magistrado Pretelt, sino que enreda a los demás miembros del Alto Tribunal que no se libran de sospechas y vicios que los colocan en el paredón de la opinión.
Por otro lado, el Presidente Santos y el Procurador Ordóñez que habían tenido un fugaz acercamiento que no duró más de una semana, se trenzan en un duro intercambio de frases que no debería ocurrir entre personas colocadas en la cúspide de las instituciones públicas y que seguramente tendrá consecuencias en el desarrollo de los intentos de democratización que se proponen.
Y hablando de la economía, los prospectos para el 2015 no son los mejores. El crecimiento del PIB será menor que el del año anterior y los bajos precios del petróleo vienen conduciendo a recortes en el sistema de regalías, borrando las esperanzas de inversión en varios frentes del desarrollo. “Es la economía, imbécil” como dijo un mandatario norteamericano.
A pesar de este panorama un tanto sombrío, la ciudad se prepara con júbilo para las celebraciones de la Semana Mayor. Es un espacio del año que recoge a propios y extraños en una ceremonia que conjuga tradiciones religiosas, cultura y que sobre todo, forma un gran altar desde donde se oficia un ritual antiguo que cada día cobra mayor suntuosidad. ¿A qué se debe que nuestra Semana Santa tenga unas características propias que nos hagan sentir a todos partícipes de la celebración?. ¿Que hagamos a un lado las penalidades y preocupaciones por las malas noticias para recogernos en torno a unos días que son de parabienes para los que llegan y de íntimas satisfacciones para los que se quedan?. ¿En dónde está el secreto para que funcionen en orden las procesiones, los actos cívicos y ese resurgir momentáneo de un civismo que parece larvado pero que se asume con fuerza inusitada congregando y rodeando un centro histórico que ya se vistió de blanco? Es una semana de orgullo, quizá de vanidades bien entendidas, de esfuerzos descomunales, de ajustes sociales que no se observan el resto del año, de un ir y venir afanosos para que todo salga bien y a la hora programada, en fin para sentir que todos somos parte de algo que se asumió hace cinco siglos y sigue desempeñándose con reglas semejantes que aceptamos con la cabeza erguida.
Estamos, pues, en plena Semana Santa de Popayán, una ceremonia pública que compartimos con Colombia y el mundo y que nos llega cierta y afianzada en esta tierra que nos tocó en suerte para vivir.
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