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SILVIO E. AVENDAÑO C.
Suele decirse que las artesanías indígenas son expresión identitaria de “nuestros ancestros”. Asimismo, se sabe que las artesanías tradicionales son hechas por las poblaciones mestizas o africanas como expresión de la cultura popular. Y se añade que las “neoartesanias”, objetos diseñados con tecnología moderna y por la aplicación de principios estéticos, se hallan en la vanguardia.
Pero hay preguntas: ¿Han sido arrinconados los artesanos locales a la producción de objetos decorativos, de adorno, o arte? ¿La multitud de barcos que, llegan a los puertos de Latinoamérica cargados con todo género de baratijas augura el ocaso de la artesanía local? En las calles convertidas en plazas de mercado se escucha “Todo a mil…”. La etiqueta Made in China se halla en multitud de tiendas.
Al caminar hacia el downtown, centro de la ciudad, las calles se visten de parasoles de distintos colores que hacen sombra a las mesas donde se expone aquello que se puede vender o comprar. Los voceadores, a la entrada de los negocios o en plena vía ofrecen los celulares, en los más variados colores. Unos pasos más allá los detallistas de las películas de moda. Y en medio de la turba, la oferta de las prendas de vestir: camisetas, pantalones, ropa interior, medias, calzado para todas las edades y los gustos. Entonces, en medio de la bullaranga, me viene a la mente un relato “Amores de estudiante”, de Próspero Pereira Gamba. El relato trata de un alumno del colegio San Bartolomé en Bogotá, que hacia 1840, decide abordar a una linda joven. Pero ella ni lo mira, lo hace a un lado, pues el estudiante se encuentra en la inferioridad social, dado su vestido: “calzones de manta socorrana”. Los estudiantes de “dedito parado” lucían los trajes importados que llegaban de Inglaterra pues estaban al día en su atuendo de marca. El estudiante pobre tenía que vestirse con piezas de tela confeccionada por los artesanos y de fabricación nacional, hecho que lo demeritaba en el ambiente juvenil de la ciudad.
En las primeras décadas del siglo XIX, Boyacá y Santander, abastecía con tejidos y telas a las clases más pobres, pues los paños y telas importados vestían a la clase pudiente. Los artesanos, para esa entonces no eran otros que los tejedores, carpinteros, ebanistas, herreros, zapateros, alfareros…Hacia 1846, siendo presidente Tomás Cipriano de Mosquera, el secretario Florentino González consideró que, en un país despoblado, como era la Nueva Granada, no estaba llamado a ser una nación manufacturera, un país sin chimeneas ni fábricas. Entonces, se abrió el mercado para los productos importados provenientes de la primera revolución industrial inglesa y los negociantes hicieron su agosto. Los artesanos se fueron al suelo, como se dibuja en La miseria en Bogotá, investigación de Miguel Samper, publicado en 1867.
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