Por: Héctor Riveros
Twitter: @hectorriveross
Enviado Especial
Era un día imborrable, de esos de los que se habla durante décadas. Colombia enfrentaba a Uruguay en el estadio Maracaná de Río por los octavos de final de la vigésima edición del evento deportivo más importante del mundo: el campeonato mundial de fútbol.
Unos 35.000 colombianos se habían preparado durante meses. Una familia caleña incluso lo hizo durante 12 años, pero los ahorros solo alcanzaron para la primera ronda. Otros 55 vallecaucanos que hicieron una travesía en bus ya están de regreso y no alcanzaron a las batallas decisivas. Llegaron de todas partes y se fueron juntando de manera ruidosa y con el uniforme de la selección para que se notara, para que no quedara duda de con quién estaban. La identidad de grupo es una de las razones que explican la enorme pasión que genera el fútbol.
En los días previos todos tenían la certeza de que era un momento histórico y la ilusión de que podría ser un día de gloria. Los héroes contemporáneos son los deportistas. Las guerras se han desprestigiado y el lenguaje militar -incluso en Colombia que soporta una extraña guerra sin sentido hace cincuenta años- se reserva para las batallas que se dan en los campos de juego.
La mayoría prefería no hacer pronósticos. El triunfalismo ya nos había jugado malas pasadas. En un escenario parecido hace 20 años, todos, incluidos los guerreros de entonces, pensaron que el triunfo estaba cerca, tanto que lo celebraron anticipadamente y lo echaron a perder. En esta ocasión era mejor ser prudentes. Era un sueño de los que la cábala popular aconseja no contar para que se cumpla.
La batalla era en la tarde pero había que prepararse desde temprano. En la mañana, en Belo Horizonte, jugaba Brasil un equipo acostumbrado y obligado a ganar. Ha tocado la gloria cinco veces. Sus generales son reconocidos y admirados incluso por los derrotados.
En esta ocasión, además, jugaba de local. Brasil nunca puede perder y menos ahora que una parte de la población se pregunta si valió la pena hacer enormes inversiones para organizar la Copa. Se siente la tensión. Neymar y sus compañeros, sin exagerar, tienen sobre sus hombros el futuro de Brasil. Si no logran el campeonato, su gobierno tendrá dificultades y el resultado de las elecciones presidenciales que se avecinan será incierto.
En contravía de lo que hacen normalmente los colombianos llegaron muy temprano y dispuestos a cumplir las reglas. Nada podía impedir ver el juego. Aprovecharon que el metro ofrecía un servicio gratuito y tomaron ese transporte al menos cuatro horas antes de lo programado. Muchos prefirieron ver el partido entre brasileños y chilenos en las graderías del estadio carioca.
Al entrar todos sintieron esa sensación sobrecogedora que se percibe cuando se llega a un lugar verdaderamente sagrado. Seguramente es lo que sienten los católicos cuando entran a la Catedral de San Pedro en Roma o los musulmanes en los templos de La Meca. Un aficionado al fútbol que entra al Maracaná percibe el impacto que producen los hechos excepcionales.
Ese estadio fue durante décadas o mais grande do mundo. Sus enormes rampas recibían más de 200 mil espectadores. Con las remodelaciones y las exigencias de la FIFA que impide que haya hinchas de pie, ahora solo alberga 72.000. Ese estadio era el símbolo de la mayor hazaña del fútbol mundial: el maracanazo. En 1950, en la final de la Copa de ese año, un equipo –Uruguay- había conseguido lo que parecía imposible: vencer a Brasil.En ese estadio juega todas las semanas el Flamengo. Ahí Zico –uno de los mejores jugadores brasileros de todos los tiempos- formó con Junior y Paulo César Carpegiani un equipo de ensueño. Es uno de los templos del futbol, como Wembley, el Bernabeu o La Bombonera. Ahí solo se juegan cosas grandes.
Casi cuatro horas de espera. Para calentar, la dramática definición del partido entre Brasil y Chile se vvió como propia, pero inmediatamente se acabó ese juego, la tribuna –que para entonces ya estaba a reventar- estalló en un solo grito: ¡oeoeoe oeoeoa que mi Colombia va a ganaaar!
Los héroes salieron al gramado a estirar las piernas, como es usual desde hace algunos años. La gente coreaba uno a uno esos nombres inolvidables, o ¿quién no va a saber dentro de cincuenta o sesenta años quién fue James Rodríguez? Se detuvieron en el de Faryd. Ese caleño grande que había conseguido el record de ser el jugador más veterano en la historia de los mundiales. En Cuiabá la entrada del bachiller del Británico había puesto a llorar de emoción a los miles de hinchas que habían llegado hasta un lugar escondido en el suroeste de Brasil con la esperanza que el pupilo de la Sarmiento Lora pudiera escribir la página que escribió. ¡Faaryd, Faaaaryd, Faaaaaryd! y él agradecía levantando sus brazos.
El calor era fuerte. La tensión estaba al máximo. Había llegado la hora. En las pantallas del estadio se avizoró la fila oficial del equipo. Algunos hicieron de narradores recordando la expresión de uno de los locutores que acostumbra a anunciar la presencia de los guerreros con el grito de: viene, viene, viene, viene mi selección.
Encabezaba la fila ese otro jugador de la cantera del Deportivo Cali, el gran capitán, Mario Alberto Yepes. El más experimentado. Ese grande de casi uno noventa de estatura que siempre está dispuesto a encarar y enfrentar a quien pretenda “meter miedo” o “ganarla de cuento”. A Yepes le han dado la banda que lo distingue como el líder del grupo. Cuando el caleño de 38 años salió caminando junto a Diego Godin, el capitán de los uruguayos, las gargantas ya no daban más y los nervios estaban de punta.
¡Oeoeoe oeoeoea que mi Colombia va a ganar!
Todos de pie. Nadie se sentó a pesar de la prohibición de la FIFA. Los equipos formaron para el rito de los himnos y ahí los colombianos ganaron la primera partida. Como lo habían hecho en los partidos anteriores cantaron a capela la segunda estrofa del símbolo nacional y no dejaron escuchar “las notas marciales” uruguayas.
Los primeros minutos fueron de reconocimiento. Los dos equipos se pararon a hacer lo que los técnicos habían dibujado en los tableros. Colombia tenía más la pelota pero se jugaba en campo colombiano. 20 jugadores se concentraban en apenas 35 metros de la cancha de más de cien.
Todo era nerviosismo pero alcanzaba para corear el ¡Oeoeoe oeoeoea que mi Colombia va a ganar… Oeoeoe oeoeoea que mi Colombia va a ganar!
Las posibilidades parecían cerradas. Uruguay intentaba pero se estrellaba contra esa muralla que han construido el caucano Zapata y el capitán. Esos partidos complicados los resuelven los superdotados y Colombia tenía al mejor del mundial. Al goleador del campeonato. Al niño genio. Era el minuto28, James la recibió en el pecho y en una maniobra perfecta desde el punto de vista técnico, la durmió, la bajó, hizo el ángulo ideal y la disparó con una potencia y una precisión que la logran pocos. No es exageración decir que ese gol se pareció a los que hacía Pelé.
La tribuna estalló y las decenas de miles de colombianos que llenaban el Maracaná le rendían pleitesía: Jaaames, Jaaames, Jaaaames y el grito lo acompañaban con una venia.
Míralo ve, míralo ve somos locales otra vez, míralo ve, míralo ve somos locales otra vez. Y en efecto los uruguayos que llegaron al estadio ya no se veían.
Ya ese ejército tenía controlada la situación. Colombia mandaba en el campo y así se fueron al descanso.
¡Oeoeoe oeoeoea que mi Colombia va a ganar … Oeoeoe oeoeoea que mi Colombia!
¡Aquí en Rio, aquí en Rio nadie nos gana porque la fiesta es colombiana!…. ¡Aquí en Rio, aquí en Rio nadie nos gana porque la fiesta es colombiana!
Rápidamente, solo cuatro minutos después del inicio de la segunda parte, otra vez, el genio. Otra vez el goleador del mundial. Otra vez James. Intervinieron cinco jugadores y en una seguidilla de pases que dejó sin chance a la defensa uruguaya dibujaron otro gol de los que solo hacen los grandes. James le dedicó la celebración a Cuadrado por el pase de cabeza que le permitió, con cinco goles ponerse en la tabla de goleadores por encima de Messi, Neymar y Müller.
Jaaaames, Jaaaames, Jaaames y todas las venias.
Forlán quiso cobrar su prestigio. Creía que haber ocupado el pedestal que hoy llena James Rodríguez era suficiente para “meter miedo” a la defensa colombiana, pero también se encontró con Yepes. Lo encaró. Lo enfrentó. Cuando el árbitro lo reconvino no dejó de reclamar.
Ahí ya había la certeza del triunfo, pero los uruguayos apretaron. Cavani, Arévalo y Maxi Pereira exigieron a Ospina, tanto que hay quienes lo califican como el mejor arquero del mundial. La atajó allá abajo, la manoteó allá arriba, se la sacó encarándolo mano a mano. Hizo de todo.
La tribuna empezó a anunciar: ¡que ya se van, que ya se vaaan, que ya se vaaan, los uruguayos ya se van! ¡que ya se van, que ya se vaaan, que ya se vaaan, los uruguayos ya se van!
Pekerman, el más aplaudido cuando anunciaron las plantillas de los equipos, había dispuesto que fueran al campo Arias y Guarín, quería reforzar la retaguardia y en los últimos minutos, para permitir que la tribuna rindiera el homenaje que quería rendir a James, dispuso que el genio fuera sustituido por ese gladiador de Padilla, que logró la hazaña de ser el máximo goleador de la liga alemana, Adrián Ramos.
Los minutos pasaban y el anuncio se convertía en sentencia: ¡que ya se van, que ya se vaaan, que ya se vaaan, los uruguayos ya se van!
Después de 93 minutos el árbitro dio por terminado el juego. Se había escrito la página más grande de la historia del fútbol colombiano y eso no es una cosa menor. Al contrario, el fútbol es con la religión el fenómeno sociológico más importante de la humanidad.
Todos pensaban ahora en Fortaleza, una ciudad del nordeste brasileño, la región pobre de este país de dimensiones continentales. A los hinchas que acompañan al equipo les esperan 3000 kilómetros de distancia. Al equipo le espera nada menos que Brasil, la selección para la que se hizo el mundial. La que está obligada a ganar. La que ya generó una crisis por no haber podido vencer en el tiempo reglamentario a Chile y haber necesitado de la suerte en los penales para seguir con vida en su torneo.
Los diarios del mundo no dudan en decir que Colombia es favorita para vencer a los pentacampeones del mundo. Los colombianos en cambio lo toman con prudencia. Aprendieron de Pekerman: vamos partido por partido, dice el argentino.
Hay 40 millones de personas que están soñando, que se repiten que se vale soñar, pero que saben que para que el sueño se haga realidad es mejor no contarlo.
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