Por Tomás Humberto Díaz V.
Especial para EL NUEVO LIBERAL
Mi adorable madre, doña Rufina Valencia, usaba de cuando en cuando el olvidado y coloquial adjetivo puñetero. Una de las acepciones de esta palabra por la Real Academia Española (la RAE) es: «molesto, fastidioso, cargante». Doña Rufina decía enojada: «este puñetero», y lanzaba una patada voladora. Sí, parecía cinturón negro en artes marciales. Eran los tiempos de la paradigmática «la letra con sangre entra», pregonada en todos los ámbitos culturales. La otra acepción de puñetero, «onanista», que significa -a su vez- «masturbador», no viene al caso.
Por supuesto, hemos pasado de una educación demasiada severa -algunas veces denigrante- a otra en exceso permisiva y laxativa, en aras de no traumatizar al niño, la niña y el adolescente, y de no impedir su libre desarrollo de la personalidad. No obstante, la sana convivencia y el buen desempeño -en cualquier actividad- exigen de unas reglas o principios a cumplir. Así, la atención habrá de centrarse en los métodos de cómo obtener un equilibrio entre los dos extremos en mención. Pues se han desvirtuado e interpretado mal la psicología del trauma y desarrollo integral del individuo.
De suerte que los maestros estamos para estudiar, indagar, debatir, romper paradigmas prejuiciosos, consensuar y liderar en los procesos educativos, sin menoscabo de la dignidad humana. Desde luego, al Consejo de maestros deben pertenecer los padres de los estudiantes, recordando que la verdadera escuela tiene ventanas en el hogar y puertas en el confín del universo.
En estas reflexiones estaba, cuando se me activó la siguiente reminiscencia juvenil que les cuento por primera vez: cursaba yo cuarto de primaria en la escuela «Terminal Marítimo» de Buenaventura, tenía once años y había dejado la escuela de mi barrio, donde aprendí la letra v con el estribillo “si se va mi vaca me avisa”. Aquella Terminal era para los hijos de los trabajadores de Empresa Puertos de Colombia (Colpuertos), antes “Muelle Rengifo”, desde 1921 a 1959. Mi padre, don Rafael Rincón, fungía allí de estibador. Y tal vez -pienso hoy- las duras y agotadoras jornadas de él (muchas veces lo vi trabajar) hicieron que mi atención se desviara hacia lo académico. De ahí que siempre fuera en soledad “un agradecido lector”.
En aquel tiempo Colpuertos había donado a la escuela un vagón del tren de pasajeros, el cual se le conectaba cuando íbamos de excursión. En uno de esos viajes fuimos de Buenaventura a Popayán. Tengo una imagen muy vaga de ese primer contacto con la bella «Ciudad Blanca», solo recuerdo que un bus nos dejó en el «Parque Caldas», pleno centro de la ciudad, y que adquirí las «puñeteras» niguas, pues regresé patojeando al puerto. Una feliz coincidencia me llevaría de nuevo a Popayán, en calidad de docente en matemáticas de Unicauca (1974), casi tres lustros después. Allá conocería al patojo Luis Darío Díaz, mi nuevo hermano carnal.
El profesor director y guía de la excursión, Rigoberto Rosero (pastuso), excelente normalista, por lo demás, vivió de arriendo un buen tiempo diagonal a mi casa; sus alumnos le decíamos ‘Manguito’, por la forma de su cabeza. Después la Empresa les adecuó vivienda alrededor del complejo escolar: a Rigoberto, su esposa y una niña de brazos. A él le debo gran parte de mi disciplina y el amor por los libros y el estudio. Fue un adelantado de su tiempo, un normalista innovador. Parodiando a Estanislao Zuleta, qué hermoso que un hombre así haya existido. Años después los visitaría en cada vacación del Instituto Técnico Antonio José Camacho, de Cali, a donde me había trasladado, luego del egreso de la “Terminal Marítimo”. Esta deferencia me la enseñaron mis padres.
Esa imborrable escuelita tuvo, además, banda de guerra, y nos uniformaban de soldado, color caqui. La educación física la orientaban policías de la respetada Policía Militar (la P. M.). Cuando íbamos a misa, o había un aniversario o festividad notables, marchábamos por las salitrosas calles del centro del puerto en escuadras sincronizadas. Y el salitre de la fuerte brisa marina se adentraba en nuestras pieles, mientras éramos héroes en la fantasía moceril, cruzada de nostálgicas canciones que en la distancia humedecen la visión. De hecho, las manifestaciones del arte profundo -como los verdaderos amores- están muy cerca de las lágrimas:
Soy pirata y navego en los mares
donde todos respetan mi voz
soy feliz entre tantos azares
y no tengo más leyes que Dios (bis).
¡Viva la mar!, ¡viva la mar! (Coro).
(…)
Cuando niño a rezar me ponía
y mi madre empezaba a cantar
era tanta mi dulce alegría
que no hallaba más dicha que el mar (bis).
¡Viva la mar!, ¡viva la mar! (Coro).
¡Ay, mi Buenaventura entrañable!, Isla de Cascajal, cuna de “Las Caras lindas” (cantadas por Ismael Rivera, el sonero mayor); ciudad natal del carismático cantautor Yuri Buenaventura, compositor del estremecedor “El Guerrero”, en homenaje al inmolado excandidato presidencial de Colombia Luis Carlos Galán Sarmiento (1982 y 1989); nido del internacional poeta vivo Medardo Arias Satizábal; albergue de las sombras del fantasmal y ejemplar monseñor Gerardo Valencia Cano, quien ejerciera en el puerto su ministerio desde 1953 hasta su fallecimiento en 1972. Fue precursor de la Teología de la liberación en Colombia (1968), según la cual, grosso modo, hay que dar un trato preferente a quienes las instituciones de poder mantienen con desdén en el anonimato. Para tal objeto terrenal el teólogo aplicará las ciencias humanas y sociales.
En conferencia de 1968, en Medellín, afirmó Valencia Cano, refiriéndose a tal teología: “Se impone un cambio de estructuras, pero no se debe acudir a la violencia armada y sangrienta que multiplica los problemas humanos, ni a la violencia pasiva inherente a las estructuras actuales que deben ser modificadas”. Lo vimos trabajar hombro a hombro con los sudorosos y atléticos estibadores del puerto. Y en las noches, 10 p. m., en su estelar programa “Buenas noches”, por la emisora local “Radio Buenaventura”.
Las caras lindas de mi gente negra,
son un desfile de melaza en flor,
que cuando pasa frente a mí se alegra,
de su negrura todo el corazón.
Las caras lindas de mi raza prieta,
tienen de llanto, de pena y dolor,
son las verdades que la vida reta,
pero que llevan dentro mucho amor.
El histórico “Puente El Piñal” es la única comunicación terrestre de la Isla de Cascajal con el interior del país; allí llegué descalzo muchas tardes lluviosas, correteando una rueda de caucho que hacía rodar a golpes de palo unos tres kilómetros. Luego de observar el rugiente y luengo mar y el horizonte gris, atravesado por serpientes de fuego, regresaba de igual forma a casa.
¡Ah, Popayán augusta!, tierra de mis caros amigos y amigas, también nos une el hecho doloroso y triste de la Gobernación o Provincia de Popayán, en tiempos coloniales: el comercio de esclavos; primero indígenas cargueros de la región Pacífica colombiana; y luego a partir de 1541, por solicitud de Sebastián de Belalcázar, negros africanos, no solo de cargueros sino para las minas y las florecientes haciendas, con el guiño de la élite de Cali que veía en el puerto un lugar singular para su desarrollo y el de la Provincia de Popayán que abarcaba el Pacífico.