Primera. En todo el espectro político colombiano no se habla de otra cosa que de la corrupción. Que no sólo permea la función púbica sino también la privada. Cada día surge un nuevo escándalo que hace opacar al anterior. El escándalo de Odebrecht, por lo visto, compromete a muchos regímenes políticos latinoamericanos, incluyendo el nuestro. Que esta empresa brasilera financió las campañas de Zuluaga y Santos, en un cálculo sencillo de ganar con cara o ganar con sello. Que el problema es que el Fiscal General, un día anuncia con bombos y platillos que la reelección de Santos recibió aportes de la mencionada firma, para días después advertir que no posee ninguna prueba. Mal hecho de parte de Néstor Humberto Martínez estigmatizar un gobierno sin elementos de prueba. El presidente Santos manifiesta que no resultarán pruebas como lo va demostrar, pero que el daño ya está hecho. El país espera que el Presidente deje todo claro y pueda terminar su segundo periodo sin sobresaltos referentes a la moral pública. Razones tendrán quienes piensan que lo que se evidencia y avizora no es un fiscal serio y responsable, sino que aparenta ser un fiscal de bolsillo…
Segunda. Por su parte, el senador Robledo ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, hizo la denuncia del fiscal por estar impedido en el caso de Odebrecht. Robledo asegura que Martínez asesoró jurídicamente al consorcio Navelena S.A.S que tenía relación comercial con la firma Odebrecht. Agrega el senador del Polo Democrático que el actual fiscal siendo ministro de la Presidencia asesoró jurídicamente al consorcio Navelena S.A.S. que estaba relacionado con la empresa Odebrecht. En otras palabras, que hay acciones del actual fiscal que demuestran haber favorecido a la empresa brasilera y que por lo tanto, está impedido. Asunto que en nuestro criterio, debe despejarse lo más pronto posible, para evitar suspicacias y críticas que ya de sobra tiene el actual fiscal general.
Tercera. Un país carcomido por la corrupción como el nuestro, va tener que aguantarse el discurso político de la anticorrupción de quienes pretendan disputarse la presidencia de la República y otros cargos de representación popular. Se podría pensar que hacer vendible ese discurso será difícil dado el estado de nihilismo de los colombianos que ya no sabemos en quien confiar, ni en los dioses ni en los hombres. Con una cultura política como la colombiana, nada tiene de raro seguir manteniendo y perdurando en el poder a los mismos de siempre con los mismos vicios y en este caso nada se podrá hacer. El día en que los colombianos nos hagamos conscientes de que la bandera del Buen Gobierno sólo es posible con la lucha categórica y contundente contra la corrupción, este país será diferente.
Cuarta. Insistimos en que mientras en este país la ética, la moral y las costumbres sigan convertidos en asunto de circunstancias y conveniencias y no en asunto de principios y convicciones, difícilmente se podría pensar en una política y en una sociedad erigidas hacia la defensa de lo público. Mientras lo público siga privatizado por los pulpos de la corrupción, mientras los entes investigadores y los jueces no hagan lo propio, no dejaremos de presenciar una sociedad anómica, en resquebrajamiento legal y moral. Aquellas consignas de las fiscalías del pasado en el sentido de que “tiemblen todos los corruptos” y de “freír peces gordos” parecen haber perdido vigencia.
Quinta. Esto no significa que ya nada se podrá hacer. Es necesaria la construcción de lo que el sociólogo Emilio Durkheim entiende por consciencia colectiva como mecanismo para superar la anomia. Algo difícil pero necesario. Hay que comenzar con la formación de ciudadanos, que permita cohesionarnos en Nación, pues la verdad es que nos encontramos con una sociedad tremendamente polarizada, escindida, sin un proyecto de país concebido y realizado mediante lazos de solidaridad y de justicia. Es cierto también que no todo ha sido fallido, personajes que debieron ser ejemplo en la sociedad hoy están investigados, procesados y privados de la libertad, pero hace falta más. Ya es tiempo de que la moral y la ética dejen de echarse al cesto de los desperdicios por el bien de la democracia. Razón tiene Montesquieu cuando en “El espíritu de las leyes” señala que: “La corrupción de cada régimen político empieza casi siempre por el de los principios”. El país requiere la presencia de una nueva clase política que garantice el decoroso ejercicio de la administración pública; para ello es necesaria la formación de verdaderos ciudadanos que estén inspirados en la defensa del bien colectivo. Se trata de unos nuevos paradigmas, capaces de romper los vicios del pasado, comprometidos en la construcción de ese nuevo país.
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