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SILVIO E. AVENDAÑO C.
El destello del puñal me deslumbró. Desconcertado sentí la punta del acero a la altura del vientre. -El celular y la plata- Miré la cara del asaltante. Era un muchacho de unos dieciséis años. En sus ojos se veía el arrojo. -No tengo móvil. -No venga con güevonadas. Necesito el celular y el billete- Me sorprendió. Había salido a caminar en dirección al estadio. -Aquí tiene el dinero- le extendí el billete.
Era un joven de piel obscura, mal olor, con montera, chaqueta deslucida y un pantalón desteñido. E insistió: -No se haga el marica. ¿El celular? -Le dije que no tengo- Entonces sentí la punta del puñal que presionaba mi abdomen. Ante la insistencia le mostré el reverso de los bolsillos de la americana, lo mismo hice con las faltriqueras del pantalón. -¿Y, por qué no tiene un jijueputa celular?- El móvil es un aparato de los pobres- le respondí con cierta ironía -No joda con ese cuento- dijo mientras echó a correr. Con ira levanté una piedra y, se la lancé. Por fortuna no le golpeó la cabeza porque me hubiese metido en un lio. Mas en ese instante pasaron varios motorratones que al grito: -¡Raponero!, ¡raponero!- comenzaron a perseguirlo a lo largo del andén, hasta que el asaltante llegó a la esquina. Por casualidad pasaba una patrulla de los polis. De esa manera se salvó de la golpiza que le iban a propinar los hombres de las motos, pues los agentes lo detuvieron.
Cuando alcancé el recodo, los uniformados lo rodeaban, mientras el asaltante argüía que no tenían motivo para detenerlo. Le violaban los derechos. No había cometido ningún delito. -Pueden esculcarme, yo no tengo nada- Al acercarme y manifestar que me había asaltado, declaró que yo mentía. -Simplemente le pedí que me dijera la hora- Era una falsedad que yo aseverara que me había hurtado.
Los policías lo hicieron subir a la jaula de la patrulla y me pidieron que los acompañará hasta la estación de la policía. El vehículo avanzó lentamente, al llegar a la esquina de la avenida se detuvo y, luego del paso de varías busetas, colectivos y motos, avanzó sin mayor prisa hasta la comisaria. Allí abrieron la celda de la patrulla y fuimos conducidos al interior de la estación hasta un patio. El muchacho insistía que se cometía un abuso pues no me había asaltado. Y una vez más se quejaba de la violación de los derechos humanos.
Le pidieron que entregara el dinero. A lo que una vez más sostuvo que era víctima de una calumnia-Todo por pedir la hora. Miren- comentó -No tengo nada- mientras volteaba los bolsillos del pantalón y de la chaqueta.
Los agentes le ordenaron que se desnudara. Así que pronto se fue quitó la ropa. Un pañuelo sucio, un llavero, un condón y algunas monedas eran sus únicas pertenencias.
Al no encontrar el puñal ni el dinero hurtado, el oficial declaró que al no haber ningún elemento que fuera prueba de que me había asaltado, no se podía proceder a la judicialización.
Un policía le entregó un jabón y le pidió que se bañara. El mancebo entró a la ducha, abrió la regadera y al rato salió desnudo y tiritando de frío. El guardia le lanzó una toalla. Entonces, le entregaron una muda de ropa de segunda y unos tenis usados.
El joven se vistió y recogió sus pertenencias. Al salir libre de la inspección a la calle, me dijo:
-Gracias. Tenía que cambiarme de ropa.
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