ROBERTO RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ
Para muchos militaristas, con y sin uniforme, no basta matar, sino también restar importancia a los crímenes. Victimizan, y luego invisibilizan a las víctimas. Producen muertes físicas y luego hermenéuticas. Se mata, se esclaviza, se racializa, se excluye, todo con el fin de que las víctimas sientan que ya no son parte del estado o de la sociedad. Es normal el trato inhumano, lo extraordinario sería el triunfo del humanismo.
La semana pasada, ante el tribunal de la JEP, en su Macrocaso 3, nuestros militares reconocieron -con nombres y datos precisos- su participación en la política de las ejecuciones extrajudiciales. No solo en el Catatumbo sino en todo el país. Plantearon que durante los gobiernos de Uribe Vélez simularon combates y mataron a jóvenes y campesinos. Dicen haber obedecido las órdenes de “producir resultados (muertos) a cualquier precio”.
Reconocen nexos con los paramilitares para adelantar negocios de drogas y armas. Asumen haber actuado contra las poblaciones civiles, y haber destruido familias. Sus objetivos -dijeron- fueron el complacer a un gobierno corrupto, y obtener algunos beneficios personales.
Hay que entender que las ejecuciones extrajudiciales han existido siempre. Desde finales de la segunda guerra mundial se ha hablado de crímenes de lesa humanidad y de crímenes de guerra, de ejecuciones sumarias, arbitrarias y extrajudiciales, con participación de los estados, y como actos deliberados, sistemáticos, ilegítimos, y contra las poblaciones civiles. En ellas han actuado las fuerzas armadas oficiales, o algunos otros organismos de seguridad, o grupos paramilitares y parapoliciales, pero siempre con la protección y apoyo de quienes juraron defender a los ciudadanos.
Los llamados homicidios en personas protegidas (es decir, los civiles, protegidos por el DIH) no pueden justificarse de ninguna manera. Las necesidades de la contrainsurgencia no son aceptables. Tampoco la acumulación de cadáveres, ni la tolerancia para que otros asesinen. No se han violado solo los derechos de las víctimas directas. Las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas y las torturas, persiguen infundir miedo y terror a toda la población. Ellas constituyen el concepto de terrorismo de estado.
Muchas consecuencias se generan:
Se incurre en la total ilegitimidad política de los gobiernos comprometidos, básicamente por adelantar políticas públicas contra los civiles.
Se generan responsabilidades institucionales políticas y penales que deben ser juzgadas, aunque esto no está completo todavía. Pero entienden los militares que acogiéndose a la JEP lograran penas especiales y evitaran la acción de la Corte Penal Internacional – CPI.
Se salvan de condenas mayores, así sus verdades desprestigien (aún más) a la institución para la que han trabajado. Manchan los uniformes que ya no portan ellos.
Se sabe que los civiles responsables difícilmente serán procesados, y que solo se condenará a algunos oficiales, (los “casos aislados” de que habla el gobierno), con lo cual se dará por concluido el problema.
Las víctimas corren el riesgo de verse burladas. Obtienen verdad, y alguna mínima justicia retributiva, pero seguramente no serán reparados los daños que se les causaron.
En todo ello, además, también hay alguna responsabilidad social en estos acontecimientos, por tres razones: antes de las victimizaciones, por no haber sido capaces de prevenirlas o anticiparlas; durante la comisión de los hechos, por no denunciarlas ni combatirlas; y después, por no atender a las víctimas ni pedirles perdón por haberlas abandonado.
¿Cuál sería la responsabilidad de cada uno de nosotros, sobre todo porque estos casos siguen ocurriendo?