ALVARO JESÚS URBANO ROJAS
El morro de Tulcán es el monumento más emblemático de los payaneses, los pubenenses lo construyeron como estructura piramidal, superpuesta de adobes y tierra pisada, con el fin de divisar desde todos los puntos cardinales el lugar donde habitaban y ser usado como punto de encuentro del espíritu de sus muertos con el universo creador de sus ancestros.
La pirámide truncada es un valioso testimonio místico y ceremonial, pues constituye la expresión más significativa de la fusión de las culturas españolas, indígenas y africana, en un mestizaje arraigado, teniendo como escenario aquel lugar esotérico, donde otrora se adoraban el sol, la luna, las estrellas, la lluvia.
Pocas ciudades del mundo, tienen el privilegio de contar con cerros tutelares biodiversos para construir senderos ecológicos integrados a su sector histórico. Hoy, nuestro Morro de Tulcán, se ha deteriorado en su entorno, no es ya turísticamente atractivo, está completamente abandonado y deteriorado por acciones vandálicas de mentes empeñadas en motivar el odio entre las comunidades étnicas y el mestizaje arraigado de nuestro pueblo. Hoy día, no sólo se desmontó la estatua ecuestre del fundador, también el cerro tutelar, se encuentra completamente deforestado y perdió su biodiversidad de más de 70 especies de aves nativas y migratorias, ardillas rojas y voladoras; animales que regocijaban ambientalmente a los habitantes de Popayán.
Por causa de la inseguridad, se volvió riesgoso caminarlo, el lugar no cuenta con una ruta del servicio público de transporte. La vía que lo circunda, está plagada de baches, el pavimento desquebrajado e intransitable, los árboles casi muertos por falta de abono y sus bosques nativos que lo circundan han desaparecido por causa del urbanismo, no tiene ningún tipo de señalización y sus senderos están desolados, plagados de borrachos, drogadictos y atracadores. Su piedemonte erosionado, usado como pista de bicicross, para trazar caminos de mezquindad desenmarañando zanjas que deforestan el vergel de sus precarios empradizados.
El Morro de Tulcán era un lugar mágico para recargar energías y divisar los crepúsculos matutinos de la ciudad de paredes blancas y techumbres añosos y matices grisáceos. Ya no es posible divisar el limbo gélido de los volcanes Sotará y Puracé, tampoco sus atardeceres de arrebol diluirse entre el manto de estrellas desplegado en la inmensidad del universo. Es imperdonable que hoy, el Morro del Tulcán, esté cubierto de basuras, residuos plásticos, materia fecal y desechos de todo tipo.
Se hace avaro el enlucimiento del cerro tutelar y predomina el abandono, la inseguridad hace parte de su cotidianidad, no cuenta con un plan integral de servicios turísticos para dotarlo de una infraestructura básica como: cámaras de seguridad con centro de monitoreo, basureros para disposición de residuos, alumbrado público, adecuación de bancas, construcción de senderos ecológicos, baterías sanitarias, mercados artesanales y de gastronomía, medidas de protección con avisos que estimulen el cuidado y la conservación del lugar, así como de un cuadrante permanente de la Policía de Turismo que garantice la seguridad de los visitantes en jornada diurna y nocturna.
Desmontada la escultura ecuestre de don Sebastián de Belalcázar por miembros de la comunidad Misak, su pedestal vacío no es más que una muralla difamada con grafitis que deslucen el enlozado de piedras calcáreas de Pisojé, el bronce bruñido del conquistador decapitado con múltiples amputaciones, voló por los aires, transportado en un helicóptero Black Hawk de la aviación del Ejército Nacional. Dejado en un hangar en la sede de la Tercera División del Ejército, arrumado en su humillante recodo a la espera de la contratación de restauradores expertos para acoplar la cabeza y reconstruir las manos de esta majestuosa obra del escultor español Victorio Macho. El morro de Tulcán representa la simbiosis de la diversidad étnica y pluricultural del pueblo payanés, patrimonio cultural de Colombia que merece recuperarse.