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GUILLERMO ALBERTO GONZALEZ MOSQUERA
Si de algo ha podido vanagloriarse la historia republicana del país, es de la presencia activa de sus universidades. No solamente como centros de enseñanza a nivel superior, sino también como lugares de prestigio que ofrecen refugio a la cultura, faros desde se iluminan los caminos del desarrollo de los pueblos y se propician el debate de las ideas y la discusión sobre lo que es verdadero o incierto, se descubren falsedades y se le proporciona al ser humano la ocasión de encontrar la belleza y el triunfo,
Por eso vale la pena defenderlas y luchar por su ennoblecimiento y prestigio. Cierto, es también, que se las ha querido convertir por algunos, en bastiones de lucha, en sitios para los cuales no existe el orden ni la tolerancia; bien por el contrario se vuelven escenarios de refriega, de lucha por el poder, señalándoles el papel de elementos desde los cuales se puede subvertir el orden y conseguir reivindicaciones populares, muchas veces demagógicas y faltas de sentido. Para esto, existen otros instrumentos de acción, mucho más idóneos como serían los partidos políticos y las instituciones que han representado a diferente nivel la democracia como los parlamentos, los sindicatos y demás órganos de representación popular, así estén pervertidos y descompuestos.
Por todo esto se justifican ampliamente las movilizaciones masivas de la semana anterior en las que el grito unánime –de directivos, profesores y estudiantes- era pedir más recursos para los centros de educación superior, especialmente para la educación pública. Ya era hora que se llamara la atención del país sobre la inclusión, sobre la infraestructura y sobre el aumento de la capacidad para responder sobre la demanda insatisfecha de cupos. En el gobierno anterior la prioridad en materia de asignación de recursos de inversión se concedió a los programas de una paz esquiva que aún no se logra. Y si bien, los beneficios de una paz duradera son innegables, es un hecho real que la planta física de los centros de educación pública se ha descuidado y no ha tenido la atención debida, lo mismo que el aumento de la matrícula. Los techos se caen a pedazos como lo prueba el estado lamentable de la facultad de arquitectura de la Universidad Nacional, que el país entero vio con preocupación a través de los canales de televisión. Independiente de cualquier posición ideológica que se tenga, la solidaridad con la educación pública es un deber elemental de la sociedad que debe asumirse con valentía y decisión, si se quieren preservar los altos fines de la universidad.
Con mayor razón para el caso de la Universidad del Cauca, que sigue siendo la empresa de mayor significación económica y social para la región. De allí la importancia de dotarla de los recursos que apoyen su sostenimiento y progreso.
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