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Está por iniciar un nuevo semestre en las universidades y en ellas es posible encontrar historias de jóvenes que a través del estudio hacen realidad sus sueños. Venir de un pueblo a la ciudad siempre es una aventura y un reto que vale la pena pese a las dificultades.
Por: Daniel Daza Cuéllar
www.comarcadigital.com – Universidad del Cauca
Como es la costumbre de cada miércoles al mediodía, permanezco sentado en el pasillo de la radio de la Universidad del Cauca, esperando a que sean las dos de la tarde para reanudar las clases. Veo el desfile de estudiantes y profesores que van y vienen de una facultad a otra, y en medio de ese gentío, doy con un rostro familiar que hacía algún tiempo no veía. Hernán Darío Trullo, quien fue mi compañero de estudio por más de catorce años.
Uno de los primeros genios que conocí fue Darío. Ambos crecimos en un pueblo pequeño del Cauca ubicado en el límite con el Huila. Se llama Pedregal, pero muchos le decimos Piedras.
Desde que tengo memoria, Darío era un erudito en las matemáticas y el estudio en general. En primaria, los profesores incentivaban a sus estudiantes con premios, como salir antes de clase para aquel que terminara primero un ejercicio. Siempre que estas actividades eran anunciadas, ya todos los del salón dábamos por sentado que era Darío quien acabaría primero sus deberes. Pero nos gustaba convencernos de que podíamos plantarle cara, y entonces se armaba la competencia a sabiendas del desenlace.
“Profesora, terminé”. Dichas estas palabras, el constante repicar de los lápices contra el papel cesaba y un suspiro profundo le hacía relevo como sonido ambiente del lugar. Nadie tenía la necesidad de levantar la mirada para ver quién era, porque ya lo sabían, e igual lo hacían.
Matemático y juglar
Hubo una vez en que la profesora que nos orientó segundo grado, en lugar de premiar un solo ganador, decidió dar la oportunidad a todos los estudiantes, con la condición de resolver un problema de matemáticas a cambio de una salida temprana a descanso. Tal como era de esperarse, Darío terminó primero. Como pasaban los minutos y nadie más acababa, él se hizo en la ventana de barrotes que daba hacia el salón, y desde afuera gritó la respuesta a todo el grupo.
Además de poseer un talento nato en las matemáticas, Darío tenía alma de juglar. Cada vez que se le presentaba la oportunidad, improvisaba un estribillo de esos que se recitan cantando y usualmente inician con “esto dijo un armadillo” o “allá arriba, en aquel alto”. En las izadas de bandera siempre figuraba, mínimo, un acto que involucrase a Darío: o interpretaba un poema o colaboraba con un baile grupal.
Mi madre, Dolly Esmilcen Cuéllar, quien fue su profesora y directora de curso casi todo el colegio, recuerda que el momento en que empezó a distinguir a Darío de entre los demás estudiantes, fue cuando, en primaria, este hizo una presentación teatral. Para esos eventos, las profesoras, generalmente, andaban con el libreto en mano para “soplarle” las líneas a aquellos que las olvidaban. Pero sucede que Darío y una compañera de su salón, Maryi, se habían aprendido a la perfección sus diálogos, y los recitaban con una fluidez rara de ver en niños menores de diez años.
También era un aficionado al deporte. Le jalaba a lo que fuera: fútbol, baloncesto, voleibol, natación, ciclismo… en fin, era capaz de jugar casi cualquier disciplina. Eso sí, sin importar cuán serio fuese el partido que estuviera jugando, solía aprovechar los segundos en blanco que dejaban las “faltas” o “saques” para interactuar con el público que le observaba. Podía charlar brevemente con algún amigo suyo que estuviera por ahí, o le hacía señales a los espectadores de que empezaran a aplaudir.
A pesar de no aparentar debilidades, hubo algo que jugó en su contra varias veces: su placer de hacer las veces de Don Juan y seducir, aunque en muchas ocasiones en broma, a cuanta mujer se le pasara por el frente. Una vez, los estudiantes de décimo junto a los de sexto, grado que cursábamos Darío y yo, salimos de paseo a un lugar llamado “La Pirámide”. Y cuando lo que sonaba no era la música de la chiva o los silbidos de las aves, era la voz de Darío contándole chistes a un par de chicas de décimo la que retumbaba entre los árboles y hacía eco en cada roca. Durante casi toda la jornada, él no se apartó de su lado; al lugar al que ellas fueran, él las seguía con sus cuentos que parecieran no acabar, y si se le acababan no le importaba, pues se los inventaba.
Al final, a pesar de que casi todos conveníamos en que los chistes que Darío contaba eran malos, teníamos que aceptar que, gracias a ellos, la caminata se había hecho amena y divertida. Es más, cuando se hacía un paseo y no iba Darío, el silencio se tornaba más incómodo.
Explorar otros mundos
Faltando poco para terminar el colegio, poco era lo que él había cambiado y, en realidad, así estaba bien. Siempre fue juicioso y dedicado a lo que fuera. Pero si había algo que siempre fue una incógnita para muchos de los que le hicimos compañía durante esos años, era su aspiración. Pues era tan multifacético que uno podía pensar muchas cosas: que se dedicaría a la poesía, que entraría de lleno en algún deporte, o estudiaría alguna ingeniería.
No fue sino hasta después de la graduación que mi madre, entre anécdota y anécdota, me contó sobre la vez en que el grupo, en ese entonces octavo grado, salió de paseo al Valle del Cauca. Se había contratado una chiva que nos llevase desde Pedregal a la fábrica de Colombina ubicada en la vía Popayán a Cali, y de ahí, llegar a Buenaventura. Como era de esperarse, todos los estudiantes habíamos quedado impresionados por la maquinaria y la forma de trabajar del lugar. Cuando terminó el recorrido por las instalaciones,y los guías nos habían regalado bolsas de recuerdos repletas de galletas, Darío se acercó a mi mamá y le dijo, sonriente, que ya sabía lo que quería ser de grande.
–¿Quieres venir a trabajar en Colombina?–le preguntó al pequeño.
–No, profe, voy a ser el dueño de Colombina.
Él viene de una familia humilde. Solía trabajar recogiendo café en la finca familiar o en las de amigos suyos. También atendía cada domingo un negocio que se plantaba en la plaza de mercado. Y cuando no pasó a la universidad al primer intento, había decidido quedarse a trabajar en el pueblo. Sin embargo, seguramente impulsado por ese anhelo suyo nacido del viaje de octavo, apostó todo por una segunda oportunidad y se volvió a presentar a la Universidad del Cauca. En la prueba de su carrera, pasó con el primer puesto.
Hace un año que entró a estudiar Ingeniería Automática, y en ese tiempo, lo único que he podido saber de él es que le ha ido bien, casi tan bien como en el colegio de Piedras. Rara vez cruzamos miradas: él va al restaurante de la Facultad de Educación y yo permanezco sentado en el pasillo de la Radio. Y cada vez que pasa, sigue transmitiendo esa sensación de seguridad tan propia de él, ya sea con su saludo o con sus pasos cortos pero pesados y veloces.
Ahora, que he vuelto a coincidir con él en el mismo lugar, me animo a hablarle para saber qué ha sido de ese juglar matemático. Le pregunto si todavía puede improvisar una de sus famosas coplas y, bajando la cabeza un poco, a la par que empieza a esbozar una sonrisa, me dice: “No, hermano, ya no. De pronto con algo más de tiempo, pero ya no le hago del mismo modo que antes”. En medio de su acelerado hablar, me dice que puede que ya no sea tan apasionado a componer versos como antes, pero que ahora, más diligente que nunca, se ha entregado casi por completo a su carrera. “Vea, es que ahora he hecho varios robots, y me ha gustado resto”. Se despide, diciendo que tiene hambre y dentro de poco debe volver a clase.
Veo desaparecer su silueta en una esquina del pasillo, como ha pasado ya varias veces, y quedo con las dudas de si todavía sueña con ser el dueño de Colombina, si todavía hace aplaudir al público de un partido, si todavía sale a cantar e improvisar. Porque aquel que se aficiona con cualquier cosa por primera vez, no se detiene hasta que los dedos se hagan ramas y las ideas, polvo.
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