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La Corte tiene plazo hasta el 6 de febrero para dirimir la controversia provocada por la hipotética adopción de las parejas homosexuales. La ventilación de este tema es cada día más necesaria en Colombia con el fin de actualizarnos social y sobre todo humanamente, en un mundo que precisa de cambios de actitud y pensamiento acordes con las circunstancias.
Como todo experimento, la organización de la familia parental respondió a las necesidades del momento; la eventualidad se volvió costumbre con raíces invasoras en el campo moral, político y económico. Se divulgaron sus bondades y silenciaron sus falencias llegando a constituir símbolo de equilibrio social y elemento prioritario de nuestra identidad.
Hoy los reclamos son otros como distinta es la dirección en que marchamos. Lo que hasta hace poco fue pecado y vergüenza, alimentado por un clima de hipocresía e ignorancia, empieza a sacar la cabeza reclamando el derecho que tiene a existir y proceder como lo que Dios o la naturaleza decidieron. Jerarcas religiosos, hasta ayer cerrados a la banda, se pronuncian de acuerdo a los tiempos que corren y quienes fueron creados con distinta orientación sexual, empiezan (solo empiezan) a ser reconocidos como sujetos de derecho.
La ponencia del magistrado Palacio, documento de 145 páginas sobre este polémico asunto, polariza no solo al país sino a la misma Corte. Un país de talante confesional y por lo tanto enmascarado como el nuestro, se siente tambalear ante la perspectiva de aflojar el tramojo. Comprendo lo difícil que es aceptar situaciones satanizadas por los oscurantismos religiosos y la doble cara de la sociedad. Entre otras razones en contra, se aduce que no estamos maduros para una práctica de este cariz y los más petrificados plañen contra lo que consideran atentado imperdonable contra las leyes de una moral que hace tiempo amoldaron a sus deformidades y apetitos. Solo la pareja integrada por el hombre y la mujer, es normal, farfullan. Únicamente la procreación redime el lecho retozón, claman, mientras el mundo, el demonio y la carne, con sobrada razón, los reconocen como sus administradores o cómplices.
¿Qué garantía de futuro representa un padre violento, soez, machista, irresponsable? ¿Con qué méritos ganó el derecho a convertirse en polo representativo de esta familia aceptada, mimada y eternamente disculpada hasta de lo imperdonable? ¿Es espejo limpio para los hijos el padre violador, golpeador, vituperante, borracho?
La sarta de fábulas inhumanas que nutren doctrinas y mentalidades, son causantes en gran medida de la cojera social. La familia tradicional –cuando lo es- constituye la mejor constancia de la evolución humana. Lamentablemente, no siempre es así. Esta semana se conocieron los primeros seis casos de niños MUERTOS POR DESNUTRICIÓN en el 2015 y cada 33 horas hay una víctima más. Mientras las calles colombianas revientan de criaturas durmiendo a la intemperie, de niñas, niños y adolescentes prostituidos, de mujeres doblegadas bajo una carga que debería ser compartida, todavía quienes tienen comida y alojamiento resueltos en abundancia, se hacen cruces ante la perspectiva de un cambio en esas vidas que ni siquiera conocen en toda su sordidez. No es cierto que los hijos adoptados por parejas del mismo sexo, heredan o copian su tendencia sexual. La homosexualidad no es una patología como algunos sostienen equivocadamente. No nos digamos mentiras: el mundo está lleno de hijos habidos en familias “normales” irreversiblemente resentidos contra sus padres, y es tan crítica la situación de la infancia abandonada en Colombia, que todos habríamos de colaborar para que la Constitución proceda en consecuencia: “La familia debe proteger al niño para garantizar su desarrollo armónico y el cumplimiento y la sanción de los infractores –dice en su artículo 44–. Los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás”.
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