@anaruizpe
Todavía recuerdo la época de la reconstrucción de Popayán. Los créditos blandos que se gestionaron, los expertos en conservación que se contrataron, los planos que se dibujaron, la férrea convicción que se mantuvo de volver a construirla como era antes de caer, las esquinas, las calles, los portones y contraportones, la altura de cada fachada medida en relación con la del sitial del Cristo.
Cuando los entornos que crea la arquitectura dejan de ser meramente utilitarios para convertirse en referentes para la sociedad, aparece el patrimonio. Cuando los siglos pasan y los espacios cobran y afianzan carácter, estamos ante un patrimonio. El país le reconoció a Popayán, en 1959, que su entorno conservado era una especie de tesoro a preservar para la humanidad. Es decir, que sobre esos lugares donde los popayanejos viven, se lucran, estudian y gobiernan, hay un llamado especial desde la cultura para que el espacio sea preservado.
En 1983 todo cayó al piso. Gracias a la obstinación de muchos, la reconstrucción del centro histórico se hizo con la clara intención de volver a levantar lo caído, y a pesar de las múltiples barbaridades cometidas en estos 32 años, el centro de Popayán puede seguir mostrando su belleza al mundo. Aún. A pesar de.
Desde mi experiencia de patoja desenraizada, doy fe que cada vez que vuelvo a la ciudad alguien me muestran una nueva cuchillada al centro, en la casa tal, en el monumento tal, en la calle tal. Todo patojo y patoja que vivió en Popayán antes del terremoto, lleva un pequeño arquitecto restaurador por dentro, que sabe dónde hay alturas no permitidas, líneas de aleros que riñen con la simetría de la cuadrícula, usos evidentemente inadecuados en el espacio público del centro.
Y es decepcionante constatar la sordera de una administración tras otra, que entregan el manejo del espacio urbano a funcionarios ineptos, cuando no corruptos, que viven más preocupadas por cuidar su clientela que por proteger la estructura del puente del Humilladero. Alcaldes que pasan por su cargo sin rozar la planeación de la ciudad entre sus funciones. No sé si el centro de Popayán, que se puso en pie después de un terremoto, algún día va a lograr pararse de la desidia, la corrupción y la indolencia de sus funcionarios municipales; gente que no entiende que hay una parte de la ciudad que no pertenece solo a sus propietarios, sino que es un bien de todos.
Esto no es un problema de élites y clases populares como algunos quisieran plantearlo. Al centro no solo lo desfigura la presión social del rebusque, al centro lo están acabando desde la Universidad y la Gobernación del Cauca para abajo, todo el que cree que por ser propietario puede hacer con sus muros lo que se le antoje. Y las alcaldías sin ver ni oír, ni mucho menos disponer regulaciones estrictas ni preocuparse por alimentar el orgullo ciudadano, ese intangible tan valioso que es, a la larga, lo que sostiene al patrimonio con el correr del tiempo.
Popayán está en un punto límite del que pueden desprenderse dos situaciones: o se convierte en una ciudad intermedia como cualquiera otra, con un par de iglesias bonitas, o desde la administración se hace lo que toca para demostrar que la ciudad carga con orgullo su responsabilidad de ser patrimonio de la humanidad.
No basta con blanquear con cal cada año las calles, para que la Semana Santa se luzca y todos los patojos se den palmaditas en el hombro. Se necesitan voluntad política y una estrategia clara para hacer los cambios que el centro de Popayán necesita (cambios paradójicos porque siempre van hacia atrás, buscando el pasado). Tiene toda la razón el columnista Marco Antonio Valencia cuando en otro periódico, refiriéndose al patrimonio de Popayán y las langostas que lo devoran, dice que “sin ese legado vivo, sin esa gallinita de los huevos de oro, sin esas ocho o diez cuadras, la ciudad desvanece su importancia”.
Porque más allá de la urgencia por encontrar caminos de desarrollo económico para la ciudad o destrabar el permanente trancón de la movilidad en la ciudad, hay que apropiarse de su condición de patrimonio que es, en últimas, la conciencia del placer estético que se le ofrece al mundo. Aunque parezca una cursilería romántica, a Popayán lo que le hace falta es quererla, y ponerla por encima de las necesidades de unos y las vanidades de otros.
Comentarios recientes