Columna de opinión
Por: Felipe Solarte Nates
La literatura clásica, nos ayuda a entender, qué, a pesar del tiempo, la tragedia humana, con variaciones cosméticas, se repite en diversos escenarios y con diferentes protagonistas.
Desde la novela “Viento seco” de Daniel Caicedo, la Violencia en Colombia ha inspirado a muchos autores y contribuido a penetrar en los orígenes del comportamiento que permanece en el sustrato psíquico y cultural y no pierde vigencia por su reciclaje en el tiempo; tal como lo apreciamos al transmutarse: guerrilleros liberales, en los de hoy; chulavitas y pájaros de los 50s, en los paramilitares de los 80s, 90s, del 2000 y los actuales; y al surgir nuevas obras que desde la ficción nos ayudan a comprender nuestras raíces.
Así no los enseña Harold Kremer, con escenas y diálogos salpicados en capítulos cortos, en su novela “El cartógrafo del infierno”, publicada por Seix Barral y narrada en su estilo atrapador, prolongando en la vecina Buga, las repercusiones en una familia, de la saga que desde Tuluá protagonizó León María Lozano, tal como hace 50 años magistralmente nos contó Gustavo Álvarez Gardeazábal, en su novela “Cóndores no entierran todos los días”.
Pedro Ospina, es uno de los lugartenientes en Buga, del Cóndor, jefe de los “pájaros”, y el preadolescente Pedrito – con sus recuerdos tejidos en la casa en la que comparte con su abuela, su madre y Paulina, su hermana, todas controladas por Mario el guardaespaldas-, con su mirada de niño nos narra la historia familiar que las aprisiona en medio del machismo, agresiones físicas y verbales, visitas a la basílica del Señor de los milagros, chismes y las incursiones violentas contra liberales de veredas y municipios vecinos a los que después de masacrar sus familias los despojaran de sus tierras.
-Tienes que estar pendiente de tu mamá y de tu hermana. Vigila que no les pase nada y cualquier cosa, oye bien… – se detuvo y con las dos manos tomó mi cara e hizo que lo mirara- cualquier cosa que suceda me la cuentas.
Enseguida sobó mi cabeza, llamó a mamá que esperaba a cierta distancia y se metió en esa habitación donde no me dejaban entrar porque, según mamá, era para hablar “asuntos muy delicados que un niño no debe escuchar”.
Así empieza la novela, con Pedro Ospina, desde la cárcel, marcándole a su hijo de 10 años, las pautas a seguir con las mujeres de la casa.
La biblioteca, con Ruth, quien le presta libros de mapas y le retarda los de anatomía que urgía para ver mujeres desnudas, es su oasis, y desde ella, Pedrito empezará a entender el mundo de los adultos, el primer amor platónico, que se debate entre la voluptuosa copera del café donde se reunía Pedro Ospina con sus matones y Ruth, la bibliotecaria que sufre la tiranía de su madre ciega que todo lo huele, y espera que Pedrito crezca para entregarle su virginidad; y la oscura historia de “novela negra” alrededor del asesinato de su padre, pocos días después que salió de la cárcel, en medio de la influencia siniestra que sobre su madre y hermana, ejerce Mario, el guardaespaldas que los vigila.
Sí, en anteriores novelas sobre la violencia reciclada en Colombia las historias se centran en la crudeza de las andanzas de los protagonistas, en “El cartógrafo del infierno”, enmarcada en el centro del Valle del Cauca, las protagonistas son las mujeres, qué, -entre llantos por el asesinato de sus seres queridos, golpizas y moretones causados por machos borrachos, posesivos y celosos; murmuraciones de sus vecinos y misas y rezos- transitan por el empedrado camino hacia el cielo que les prometieron los curas, pero que en realidad es un viacrucis, trazado en el mapa rumbo al infierno en la tierra que les tocó vivir.
-Pedro borracho, escucha la voz de la abuela: “No trates de entender tu pasado mijo. Mejor olvídalo. No puedes cambiar nada de lo que tocó vivir. Tu padre era un pájaro asesino y Ruth huyó para protegerte, para que pudieras vivir. Ya sabes lo que tienes que saber. Si insistes, de pronto descubrirás algo más terrible. Olvida todo, Pedrito, no destruyas más tu vida”-.