Editorial
Por: Marco Antonio Valencia
E
l otrora mejor vividero del mundo se desdibuja y se ahoga en el recuerdo mientras emerge una ciudad que brilla con luz propia en la barbarie de la inseguridad ciudadana.
La intolerancia y la falta de cultura ciudadana en Popayán hacen parte de los males desatendidos que están generando la autodestrucción moral de la capital del Cauca.
2.335 llamadas ingresaron el pasado fin de semana a la línea 123 pidiendo intervención de la policía en temas de violencia familiar, de alteración de la tranquilidad y conductas contra la convivencia, pero la institución no alcanzó a atender ni 300.
Eso quiere decir que no hay suficientes agentes policiales ni suficiente logística para responder a tantos llamados de auxilio. Y lo peor que le puede suceder a un ciudadano, tras una emergencia o riesgo eminente, es que nunca llegue la ayuda que solicita.
El Plan de Desarrollo para una ciudad puede ser la propuesta del mejor faraón de la historia; pero si la salud espiritual de sus gentes está aturdida por el miedo, la rabia y la desconfianza de unos y, para colmo, es zona de libre albedrío para delinquir o hacer lo que venga en gana sin ley ni autoridad, para otros, mejor “apague y vámonos” como dice el comentario popular.
Con el pasar de los días, vamos cayendo dentro de un barril sin fondo en materia de una cultura ciudadana que produce escalofríos; y la pequeña delincuencia se está convirtiendo en un monstruo de siete cabezas que, muy pronto, ni Dios podrá detener. Ese será el legado, la historia y el diploma de los que hoy gobiernan y administran la ciudad (alcalde, concejales, secretarios de despacho, etc.).
Una urbe que no tiene norte explícito en política educativa para el buen comportamiento, ni campañas reales y prácticas para la formación de la cultura ciudadana, la ética y los valores; una ciudad cuya única respuesta frente al delito y el mal comportamiento está en manos de un cuerpo de policía con poco personal y mínima capacidad de reacción para atender las cientos de llamadas de auxilio de las personas, es un fracaso.
Una polis que improvisa y se desentiende ante al desespero de las gentes en los barrios y las calles en materia de seguridad, es lo que diariamente vemos, sentimos y padecemos. Pero para nada nos anima a enarbolar las banderas de la desesperanza en las falacias del ajedrez político.
Estamos en las calles, recogiendo las voces de la gente que vive y ama esta ciudad y que quiere que sus administradores hagan algo más que discursos.
La ley 136 de 1994 sobre la organización de municipios prevé que “los planes de desarrollo municipal deberán incluir estrategias y políticas dirigidas al respeto y garantía de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario”. Y no estamos viendo eso.
Esta misma ley, en su artículo 4°, en referencia a sus deberes, dice textualmente que cada municipio debe “elaborar e implementar los planes integrales de seguridad ciudadana, en coordinación con las autoridades locales de policía y promover la convivencia entre sus habitantes”. Pero lo que hay, no es suficiente.
La respuesta es fomentar “la cultura ciudadana”, es decir: formar, educar, enseñar, hacer pedagogía sobre temas de convivencia. Pero de eso hay poco, casi nada, es invisible. Y en esa dirección deberán encaminarse los esfuerzos de la actual administración y de las venideras, si queremos salir de la adicción al mal comportamiento.