Vidas alteradas o generosidad sin límites: la presencia del Otro en mí

Por: Luis Guillermo Jaramillo E. – Profesor de la Universidad del Cauca – [email protected]

Los cuentos o novelas para niños son fascinantes. Sus ilustraciones y diseños son un respiro en medio de lecturas formales que exigen mayor esfuerzo y concentración; además, en la sencillez de sus palabras reposan enseñanzas para la vida. Bien lo expresó el escritor Jairo Aníbal Niño: “Usted, que es una persona adulta –y por tanto–, sensata, madura, razonable, con una experiencia y que sabe muchas cosas, ¿qué quiere ser cuando sea niño?” Su pregunta nos recuerda que a veces lo significativo tiene forma de infancia, sobre todo su literatura; ella nos puede con-mover más que a los mismos niños.

Hace poco conocí una novela “para niños” que me dejó bastante inquieto; se trata del texto ilustrado de Armin Greder: La Isla, una historia cotidiana. Llegó a mis manos a través de un amigo que la leía a sus hijos. En la novela se narra la historia de un hombre que es acogido por los habitantes de una isla; a ella llega por azar y su presencia altera la aparente paz de sus habitantes. Para hacerme entender, expondré algunos fragmentos literales y otros parafraseados del texto; recomiendo, no obstante, leer el original.

C:\Users\Usuario\Downloads\IMG_3083.jpg

 

Pues bien, un hombre llega a una isla arrastrado por la corriente del mar; sus habitantes lo ven y descubren que no es como ellos, no es igual a ellos. Entre las muchas inquietudes se preguntan qué hacer con él. Alguien mencionó: es mejor devolverlo al mar de donde ha llegado. Pero el pescador sabía que eso era dejarlo a su propia suerte, a su muerte; así que les convenció de acogerlo. Los habitantes entonces lo llevan a un lugar apartado, en un establo de cabras, para que no altere la vida “apacible” de la isla. Creyeron que esto sería suficiente; pero el hombre, como es natural, sintió hambre y salió en busca de comida.

Al verlo los habitantes lo agarraron nuevamente. Como no hablaba su lengua, les indica por señas que tiene hambre. El pescador les recuerda el compromiso de acogerlo: “no se le puede dejar a su suerte ahora que está con nosotros, tenemos que ayudarlo”, pero esto asustó aún más a los habitantes. Así que se excusaron para que el hombre no estuviera cerca o trabajara con ellos: pasaremos hambre, dijo el tendero; si lo pongo en mi cocina, nadie comería en mi cantina, dijo el tabernero; se ve muy débil para cargar, dijo el carretero. Similares razones iban saliendo del carpintero y hasta del cura que dijo, con algo de lástima, que su voz no encajaba en el coro de la iglesia. Pero el pescador insistió: “tenemos que unirnos y cuidar conjuntamente de él. Pensad: lo hemos acogido y aunque no sea uno de los nuestros, somos, sin embargo, responsables de él”. Finalmente el propietario de la fonda accedió a darle los restos de comida que arrojaba a los cerdos; luego le volvieron a encerrar en el establo para que no alterara más el orden público.

Sin embargo, la aparente bondad de los habitantes “no había sido el final sino un comienzo”. Los rumores y miedos sobre el hombre crecían con fuerza. Él ya se encontraba en sus vidas; soñaban con él. Las mujeres advertían a sus hijos de no acercarse al establo de cabras, también les decían que si no comían todo se los llevaría aquel hombre extraño; el maestro enseñó sobre los hombres salvajes y sus costumbres, de noche comentaba en la taberna que los niños estaban asustados. El periódico publicó con grandes titulares: “Extranjero extiende el pánico”. A pesar del hombre estar lejos y encerrado, el miedo les paralizó. Había llegado a sus vidas y ahora no sabían qué hacer.

Al final pudo más la histeria colectiva y la paranoia que una generosidad sin límites. Dijeron que ya “lo tenían bastante difícil como para preocuparse por el bienestar de los de afuera”. Decidieron expulsarlo. Decían: “Ese hombre no es de aquí. Es un extranjero. Debe irse. Tiene que irse”. Fueron al establo y lo agarraron, lo metieron en su balsa y la empujaron hacia las olas. “Después prendieron fuego a la barca del pescador, porque él había sido el que les había convencido para que lo acogieran. Aunque algunos pensaban como el pescador, los demás hablaban más alto (…) Y construyeron una elevada muralla alrededor de toda la isla, con torres desde las que podían vigilar el mar día y noche. Y mataban a las gaviotas y a los cormoranes que pasaban volando, para que, fuera, nadie supiera que existía su isla.” (Greder, 2003).

La novela revela a un extraño que sorprende, perturba y deja perplejos a los habitantes de la isla. Pero también, cómo pudo más el miedo que el deseo por la vida del Otro. De los habitantes no se cuenta cómo siguieron sus vidas; lo más seguro es que sus conciencias quedaron “tranquilas” con la expulsión del que no es como ellos y del levantamiento de las murallas. Del hombre poco se sabe, solo que fue devuelto al mar de donde vino; empujado a sobrevivir entre condiciones adversas y necesidades. Al final, fue arrojado a su muerte; pero los habitantes no recuperarían la paz. El hombre seguiría atormentando sus pensamientos y sueños; la altura de su humanidad sobrevolaba sus límites y cavilaciones.

La tranquilidad en la isla no reinó al interior de las murallas, ni con la indiferencia de sus habitantes; ni por la quema de una barca –que seguramente llevó también a la quema del pescador y de cualquier otro que no pensara como ellos–, ni por la expulsión del recién llegado. La tranquilidad que busca armonía interior expulsando la alteración exterior, no es más que un repliegue de sí mismo y un huir de la responsabilidad absoluta. Soberanía-soberbia de libertad que dice llamarse fraterna. No es posible estar en paz cuando el inmigrante, gitano, desplazado o extranjero se siente rechazado; la verdadera bondad no está en la acogida sino en responder por su ausencia de patria; un no-lugar donde se es verdaderamente libre.

La novela de Greder nos interpela. El otro no es objeto de pensamiento, asimilación o identificación. Su humanidad nos cuestiona con su presencia; llamado al que no se puede ser indiferente. Es recibirle yendo hacia él, convocados sin justificación y, aún así, se acude para dar respuesta. La tranquilidad no se restaura con murallas, se da como ofrecimiento ante las olas y tormentas en alta mar; lleva en sí misma la incertidumbre que genera el riesgo de la exposición ante quien solicita algo más que asilo, comida o abrigo. Posibilidad que abre nuestras vidas a horizontes de otras vidas posibles a pesar de la adversidad.

Si expulsamos de nuestras islas a los que no son como nosotros se nos pierde la propia humanidad. Sin acogida ilimitada y cuidado del Otro, tampoco hay cuidado de sí; o sea, “si no respondo de mí, ¿quién responderá de mí? Pero si solo respondo de mí mismo, ¿todavía soy yo?” (Talmud, citado por Levinas, 2009). La paz o tranquilidad es posible si la respuesta que damos viene de otra parte, donde los estigmas sociales, sectarismos bipartidistas, prejuicios culturales y arengas populistas, cedan ante el arrojo de abrirnos a aquellos que no son como los nuestros. Cuando el infierno son los otros… el cielo pasa a ser nuestra condenación.

Referencias

Greder, Armin (2003). La isla, una historia cotidiana. Loguez

Levinas, Emmanuel (2009). Humanismo del otro hombre. Caparrós.