Tres historias del conflicto armado en el Cauca: Cuando los pájaros no cantaban

Como una apuesta por aportar a la construcción de paz y memoria en Colombia, El Nuevo Liberal estuvo compartiendo en su edición sabatina algunos relatos incluidos en el volumen testimonial del Informe Final de la Comisión de la Verdad. Hoy finalizamos este especial con tres relatos de diferentes momentos del conflicto en Cauca.

Especial Hay Futuro Si Hay Verdad

Redacción El Nuevo Liberal

El Informe Final de la Comisión de la Verdad (CEV) es el resultado de más de tres años de escucha e investigación detallada, algo que quedó consignado en los más de 10 documentos que suman cerca de 8.000 páginas, su plataforma digital y las decenas de espacios presenciales convocados por la CEV.  Entre sus volúmenes, uno de los primeros publicados fue ‘Cuando los pájaros no cantaban: historias del conflicto armado en Colombia’, que recoge las voces de cientos de personas que decidieron compartir sus experiencias con la Comisión.

En el texto, los relatos han sido editados para mantener la integridad de los testimonios, y lo que puede parecer un error de escritura “es una decisión editorial en la apuesta por respetar la oralidad, en su diversidad y riqueza lingüística, de las personas que dieron su testimonio”, tal y como explica el documento, que puede ser consultado en la página web de la Comisión de la verdad (www.comisiondelaverdad.co/hay-futuro-si-hay-verdad).

En el departamento del Cauca, durante la gran escucha de la CEV fueron escuchadas 870 personas de manera individual y 2.600 de manera colectiva. Imagen: Comisión de la Verdad.
En Colombia hay registradas cerca de 397.000 víctimas del conflicto armado con discapacidad. Sin embargo, según la Comisión de la Verdad, existe un subregistro y discordancia entre las cifras oficiales. Imagen: Comisión de la Verdad.

De acuerdo con la Comisión, ‘Cuando los pájaros no cantaban’ intentó “componer una polifonía sobre la guerra desde las experiencias más íntimas de las personas que la vivieron”. De esta forma, se concentró en indagar en las memorias de la violencia a partir de una narrativa que vinculara tres momentos: “un pasado que en términos tangibles no ha quedado atrás –pues la violencia continúa en Colombia–, un presente incierto y un «porvenir» que es imaginado desde esa incertidumbre y desde algunos esfuerzos que construyen «una paz en pequeña escala»: aquellos esfuerzos que en cierta medida pueden pasar inadvertidos”.

La razón de ser de estos relatos es ser leídos por otros. Por eso, como una apuesta por aportar a la construcción de paz y memoria en Colombia, y específicamente en el Cauca, seleccionamos algunos relatos vinculados al territorio caucano y sus habitantes. Los compartimos tal cual se encuentran en el Informe.

Hoy, para el cierre de este especial tendremos tres historias, una por cada momento del conflicto. La primera de ellas, ‘Eso a uno no lo dejaba dormir’, es el relato de una mujer del Cauca que narra la zozobra que traían los favores que la guerrilla le pedía, y pertenece a la primera parte del volumen, conocida como «El libro de las anticipaciones», una división que evoca el pasado.

‘Taparse los oídos’, es el segundo relato escogido para hoy. En él, un padre caucano habla de sus vivencias en medio de los hostigamientos entre las FARC y el Ejército y de cómo afectaron la salud mental de su hijo; y pertenece a «El libro de las devastaciones y la vida», un apartado que alude al presente.

Finalmente, de «El libro del porvenir», el apartado que hace alusión al futuro y las acciones de resistencia, compartimos ‘El miedo no puede ser tan verraco’, donde un indígena, presidente de la Junta de Acción Comunal del Barrio Centro, narra cómo la comunidad de Silvia, Cauca, decide resistir a las imposiciones de las FARC para transitar en el territorio por medio de la recuperación de un parque con una retreta.

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Eso a uno no lo dejaba dormir

 Allá comenzó así, todo era tranquilo, todo era tranquilo. Vivíamos en armonía, vivíamos felices en nuestro pueblo. Hasta un día que llegaron los guerrilleros, que nos dijeron: «Comenzó la gente a hablar; se mira harto Ejército por ahí, hay Ejército».

En la noche atacaban las puertas. Que uno tenía que salir a reunión, que era la guerrilla. Eso sería por ahí el 88. De cada casa tiene que salir uno, por las buenas o como sea. A uno le da muchísimo miedo salir. La guerrilla decía que ellos iban a andar por ahí rondando, que todos ellos iban a estar.

Que los que robaban cosas, mejor dicho, que se compusieran o los componían.

Pero el miedo era también con el Ejército. Cada nada caía el Ejército al pueblo y preguntaba que si habíamos mirado a la guerrilla por aquí, y a uno le tocaba decir que no porque si decía que sí, eso era peligroso, lo mataban. Y el Ejército se enojaba. «Ni que no supiéramos que han salido a reuniones. Tal vez matando unos dos, tal vez así avisan». Decían «uno cómo va a creer que ustedes no iban a mirar guerrilla».

Mejor no hablar nada ni con guerrilla ni con el Ejército. Esa zozobra, esa zozobra.

Mi esposo tenía un carrito. Por la noche llegaba la guerrilla y le decía «tiene que hacernos un viaje». Y eso sí era obligado, ¡obligado! Eso nos azaraba, nos azaraba. Un día mi esposo se enojó, dijo que no, que él ya no se iba a dejar de coger de madre. Que si era de él, que lo mataran. Me llené de susto. Me tocaba acompañarlo porque me daba cosa que se fuera solo.

De pronto le pasaba algo por allá.

Como mis hijos entraron a la escuela, comenzaron a jugar con los otros niños, que a los guerrilleros. Con el palo de metralleta ¡ta, ta, ta, ta! Se hacían grupos: unos el Ejército y otros la guerrilla, y se echaban así jugando. Era de juegos. De juego en juego eso les termina gustando.

Por eso pensamos que teníamos que salir del pueblo porque cuando crecieran uno no sabía, ¿qué tal que les diera por no estudiar, por meterse a los grupos armados?

Uno no recuerda el nombre de los comandantes porque una vez iba uno, otra vez iba otro, otra vez otro. Era mejor no saber. «Entre menos se sepa, más vive uno», decía mi esposo.

Yo optaba por eso, por lo menos. Mejor no saber. Así era allá. Nosotros vivíamos donde pasa la gente pa arriba y pa abajo. Y cada que oía pasos eso era una palpitación, eso era una angustia. Por ahí andaban, y a uno eso no lo dejaba dormir.

La Comisión destaca que los pueblos étnicos han desarrollado mecanismos para el gobierno propio y la autoprotección de las comunidades. Imagen: Comisión de la Verdad.

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Taparse los oídos

 En esos tiempos uno sentía constante miedo porque había gente que salía por ahí a hacer tiros, a provocar al Ejército. Había hostigamientos desde el 92 para acá. Eran por ahí el día sábado, el domingo y a mitad de semana. Cuando el Ejército llegaba a Santa Leticia, las FARC sabían. De una vez salían por la tarde a la loma y comenzaban a retarlos a puro tiro. Las FARC se mantenían por carretera con unos cilindros, por ahí donde yo vivía. En el kilómetro 48. Con los civiles no se metían, pero sí estábamos en riesgo porque eso disparaban a la loca.

La vida en el kilómetro 48 era normal, sin embargo, uno estaba pendiente o preocupado porque las FARC salían a esperar carros, a entrarlos para allá. Hacían retén ahí y decomisaban remesa. Las FARC no tenían de qué vivir, tomaban eso. Según escuchaba yo, ellos tenían que buscarse la forma de conseguir la comida. Hacían eso: plantaban los carros, recogían la remesa y la metían por allá.

Llegaron persiguiendo al Ejército, reclutando muchachos. Yo vivía con la señora y con un hijo que tenemos. Mi casa quedaba a la orilla de la carretera, y eso había que meterse debajo de la cama porque era peligrosísimo. Los hostigamientos eran tenaces. Ya uno estaba preparado cuando salían ellos. Una vez comenzaban a subir por allá, uno se alistaba para meterse al baño. La mujer de una vez se metía debajo de las camas o se iba con el niño por ahí a veces. Se escondían por allá. Era tremendo. Sabíamos que podíamos salir cuando dejaban de disparar. Eso era un rato, unos diez o quince minutos que sonaba durísimo y ya después se quedaban en silencio. Sentía miedo, sentía inseguridad al saber que uno tenía la familia. Iba a trabajar pensando que de pronto hubiera un hostigamiento y no encontrara a los familiares con vida. Eso lo preocupaba a uno en todo momento. Tuve un niño que murió a causa de eso a los dieciocho años.

En el 96, mi hijo ya escuchaba todo eso. Él sabía lo que era un hostigamiento. A los cuatro o cinco años comenzó a ver los enfrentamientos, a ver a los hombres armados. Lo asustaban mucho. Pensamos que por los nervios fue que le dio esa enfermedad. A él le comenzaron a dar convulsiones de los nervios. Cuando él estaba pequeñito, de cuatro años, le comenzaron las convulsiones. Él se tapaba, se asustaba, vivía muy nervioso cuando hacían esos disparos. Las convulsiones lo tiraban al suelo. Se golpeaba demasiadamente y hubo que darle droga. La droga lo acabó. Tuvo una discapacidad severa.

Eso es tremendamente tenaz. Hasta ahora a uno no se le pasa el dolor de un hijo perdido. A pesar de que uno pregunta, dicen que eso no ha sido consecuencia de la guerra, que ha sido una enfermedad normal, pero uno sí mira que los nervios… A él le dieron unas convulsiones, le dio como epilepsia. Comenzaba a taparse los oídos para no escuchar. De eso le dependía la enfermedad. Lo llevamos al médico y le dieron droga. Eso nos afectó tremendamente. La señora sufrió todos los años con él. Él se hacía todo en la ropa: se orinaba, tocaba darle de comer. Destilaba baba a causa de la droga que se le suministraba. Uno piensa que es un trauma que le dio. Cada vez que uno lo recuerda, piensa: «Ya estuviera haciendo no sé qué cosa». Hay veces que a uno le da insomnio, que no puede dormir tranquilo por recordarlo. El único hermanito que tenía quedó solito. En la familia lo recordamos cada año. Uno no entiende por qué vino la guerra, por qué se hizo la guerra, por qué vinieron a matar gente, a matar soldados. Uno no entiende.

Fui una vez para Coconuco a preguntarle a un abogado de la Alcaldía sobre mi hijo y dijo que no, que su enfermedad no tenía nada que ver con la guerra. Que si nos hubieran matado o nos hubieran herido, ahí sí.

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El miedo no puede ser tan verraco

 Las explosiones fueron muy duras, casi nos vuelan hasta el techo a nosotros. Mi hijo tenía más o menos cuatro años. Él oye una petaca y pa la casa, hermano, no hay más. Mi mamá, por ejemplo, lo que te decía, ella oye cualquier ruido y dice «¡Dios mío!, ¿otra vez?». Uno mismo sale a la calle y siempre sale a ver qué está pasando, con mucho miedo. Eso no se borra fácil, eso queda en el subconsciente. Uno ve una pelea y más bien se quita.

Para ese momento era peor, mi mamá no salía ni a la esquina. Le digo yo un día a un amigo «mira, mi mamá se va a enloquecer si no vuelve a salir de esa casa»; y él estaba en algo igual, le estaba pasando lo mismo. No salíamos, no hablábamos de eso, todos como escondidos. Hacía mucha falta un ratico de parque.

Me dijo un día un vecino «no, hombre, es que el miedo no puede ser tan verraco de metérsenos al parque. Nos pueden controlar lo que quieran, pero déjennos el parque para las mamás, para los viejos».

Las FARC venían y daban vueltas.

Un día dijimos «ya no les tengamos más miedo, pues, ¿qué más nos pueden hacer?». Ya nos lo habían hecho todo. Armamos un grupo que se encargaba de decirle a la gente: «Salgan al parque, hagamos una retreta, tratemos de olvidar un poquito ese momento tan amargo».

A alguna de esas retretas llegaron los de las FARC en unos furgones, nos rodearon, y que teníamos que irnos. Como comunidad les dijimos «¡no nos vamos, se van ustedes, nosotros de aquí del parque no nos movemos!», y nos mantuvimos en nuestra posición con música, quemando pólvora. Esa retreta tuvo como resultado que no volvieron a molestarnos por estar con música, compartiendo.

Tú que me escuchas dirás «eso no es mucho», pero mira, nadie se imagina lo que significa poder salir a un parque, a compartir.