El escritor que logró otorgarle a nuestra historia, que era también la historia latinoamericana, una universalidad ante la que el mundo supo inclinarse.
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Por: Andrés Mauricio Muñoz
ecuerdo el grito de mi madre. Me parece escucharlo, su voz remontando los años para llegar de nuevo a mí, cuarenta años después. Ella estaba sintonizando el radio, que tenía la fea costumbre de perder la fidelidad del sonido porque el dial se desestabilizaba poco a poco. Supongo que intentaba ubicarlo en alguna emisora en la que la señal fuera más estable, cuando hasta la habitación me llegó la estridencia de su grito: Gabo, Gabo, García Márquez se ganó el Nobel. Después de eso escuché sus pasos apresurados, descendiendo por las escaleras con una aprensión que no era usual en ella.
En esa época yo tenía ocho años, y Gabriel García Márquez era para mí un nombre difuso; un escritor, el mejor escritor de Colombia, me explicaron, aunque mi única certeza residía en el hecho de saberlo autor de varios de los libros cuyos lomos podía reconocer en la biblioteca de papá. Quizá a raíz de eso comenzó mi devoción por la literatura, la idea de escribir, de convertirme en ese ser todopoderoso con la fascinante facultad de darles vida a personajes y echarlos a andar por el mundo. Después llegarían los años en que estuve en capacidad de leer sus obras, dejándome embriagar por ese deleite de su prosa, aquella que, según sus palabras, heredó del perfecto castellano que hablaba su abuela, poseída por el don de la fantasía y la superstición que adobaban sus relatos caribeños.
Para Colombia aquella hazaña, sobre la que se tuvo en los años previos mucha expectativa, pues la publicación en argentina, en 1967, por parte de Editorial Sudamericana, de su novela Cien años de Soledad, significó no solo la incursión de nuestro país en las grandes ligas de la literatura, sino la inscripción de su nombre en el Boom Latinoamericano, si bien no como miembro fundador, sí como uno de sus mejores exponentes. García Márquez había logrado otorgarle a nuestra historia, que era también la historia latinoamericana, una universalidad ante la que el mundo supo inclinarse, reconociendo casi al instante su acontecimiento más disruptivo.
Pero mi relación con García Márquez siempre fue estrictamente literaria, como lo es la relación que la mayoría de los colombianos sostuvo con él; pese a que me convertí en escritor, y de que en alguna ocasión podríamos haber coincidido, como cuando en Cartagena se le rindió homenaje al cumplir ochenta años, la verdad es que nunca estuvimos frente a frente. Ni siquiera tuve la oportunidad de verlo, aunque fuera a la distancia desde una pequeña silla en un auditorio atiborrado de gente. Es extraño pero la literatura funciona así. Me refiero a que con nuestros autores tutelares llegamos a establecer una relación estrecha, íntima, como si aquella entrega obsesiva por configurar un universo hubiese sido pensada para cada uno de nosotros de manera exclusiva, o se tratara de un obsequio personal, entrañable, aunque el autor no tenga conciencia de nuestra existencia.
Por eso que celebro que, como parte de la conmemoración de los cuarenta años del Nobel, Popayán Ciudad Libro me dé la oportunidad de conversar con uno de nuestros grandes poetas, José Luis Diaz Granados, quien no solo sostuvo con él a lo largo de los años una relación literaria, sino también familiar, personal. A Diaz Granados podré preguntarle sobre García Márquez el hombre, el amigo, el contertulio, el periodista. Tal vez nadie conoce como él la filigrana de aquellos años en que se forjaba la leyenda, la época en que su carácter dúctil se moldeaba a fuerza de devoción, traspiés y obstinaciones. Los años de Prensa Latina, aquel periódico en el que Plinio Apuleyo Mendoza era el director y García Márquez su jefe de redacción, aquella tribuna desde la que a tantos sedujo con su maestría en el oficio. Diaz Granados recordará, sin duda alguna, cómo se fue configurando poco a poco su militancia política, el carácter intelectual que públicamente ostentaba, y que le llevó a reconocer en una entrevista que lo que más le llamaba la atención de ese peso abrumador que implicaba el otorgamiento del Nobel era ese “ensanchamiento del ámbito de acción en materia política para América Latina”.
Nos espera una tertulia que a mí particularmente me tiene con mucha expectativa, porque podremos abordar también el vínculo que García Márquez estableció con la poesía, esa amigable concertación entre poesía y narrativa de la que le habló a Pablo Neruda cuando este lo entrevistó para uno de los programas de entrevistas más emblemáticos de aquellos años. Diaz Granados, poeta, narrador, podrá explicarnos de seguro aquella poética del caribe que se universalizó con su obra, así como otros temas más usuales en cualquier conversación sobre Gabo, relacionados con la influencia de mujeres monumentales como Carmen Balcells, su agente literaria, o Mercedes Barcha, el amor de su vida, cómplice en aquel proyecto literario de una envergadura capaz de poner en alto relieve a un país como Colombia en algo que muchos ni siquiera intuían: la literatura.
Esta es una de las maravillas que suscitan las Fiestas del Libro. Más allá de la posibilidad de promocionar nuestro trabajo como escritores o firmar algunos ejemplares, debe primar siempre el interés genuino de congregarnos en torno al espíritu que subyace, que nutre a diario nuestra devoción y el apasionamiento que sostiene lo que hacemos y como lo hacemos en torno a las letras. Diaz Granados mencionaba en una entrevista lo que representaba para ellos la poesía, refiriéndose a su hijo, el gran poeta Federico Diaz Granados, que más que un oficio era la razón absoluta de sus vidas.
Los esperamos a todos para hablar de Gabriel García Márquez, el escritor, una de nuestras insignias nacionales, el hombre que se aferró a una vida fascinante, y que finalmente vivió para contarla.